Según una publicación reciente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) titulada La Economía Naranja, una oportunidad infinita: “La economía creativa, en adelante la Economía Naranja (…), representa una riqueza enorme basada en el talento, la propiedad intelectual, la conectividad y (…) la herencia cultural”. Riqueza que, en términos económicos, representa en las naciones más industrializadas entre el tercer y cuarto lugar en cuanto a recursos internos movilizados y obtención de divisas en los mercados externos(1), y cerca del 6% del producto interno bruto (PIB) mundial; para EE.UU. este aporte es del 11%, mientras que México, Jamaica, Colombia y Perú mantienen promedios de entre el 3% y 5%, y Panamá supera el 6%. La Economía Naranja se define como “el conjunto de actividades que de manera encadenada permiten que las ideas se transformen en bienes y servicios culturales, cuyo valor está determinado por su contenido de propiedad intelectual…”. Cabe resaltar la referencia sobre la cadena de valor porque esa característica reconoce y visibiliza a las prácticas artísticas y creativas como un proceso y no como un producto final, aunque sean consideradas como una obra de arte. Por otra parte, es fundamental comprender que una de las problemáticas de las prácticas creativas es que se estudian como si estuvieran por fuera del análisis económico. Independientemente de la bondad con la que miremos a la Economía, y aunque muchos olvidemos que las primeras definiciones la relacionan con el estudio de las actividades de intercambio con dinero o sin él, el hecho es que, tal como señala Sahlins: “La economía es el principal ámbito de la producción simbólica”(2); y además estudia, no solo los negocios lucrativos, sino el disfrute de la vida y las distintas posibilidades de organización. Es decir, en la Economía se reflejan efectivamente las prioridades que las sociedades y sus gobiernos asignan. Políticamente hablando, visibilizar la participación de las actividades relacionadas con la creatividad y las artes en la Economía es el camino conceptual y metodológico para existir en el campo donde se definen las prioridades políticas de una comunidad, un país o una región. Que las actividades creativas y las prácticas artísticas latinoamericanas no hayan estado en ese tablero durante mucho tiempo, con la consecuente subestimación de las capacidades de este sector (no solo en términos económicos, sino culturales y políticos), provocó que la región haya sido ‘destinada’ a ser productora de materias primas, y definió siempre como áreas estratégicas a la defensa, las actividades de extracción, la viabilidad y la obra pública; lo que reproduce ad infinítum los clásicos roles asignados a las naciones en la matriz de producción e intercambio global (comercio exterior), según la premisa de las ventajas comparativas. Solo después de comprender que la producción artística es el resultado de un proceso en el que intervienen la creatividad, investigación, formación, el aprendizaje y una serie de insumos tangibles (sobre todo, el ‘recurso’ humano de los artistas y creadores, para quienes su mayor capital consiste en su capacidad creativa y su mayor instrumento es su propio cuerpo), será posible valorar ese trabajo. Esa valoración es uno de los mayores aportes que ha hecho la noción de industrias culturales y el consecuente desarrollo de estudios con enfoque económico sobre las actividades culturales y las prácticas artísticas; estudios que han permitido que se modifique la percepción que la Economía tenía sobre las actividades artísticas. De acuerdo con los primeros economistas, ni los artistas ni sus obras resultaban ‘productivos’. En ese momento histórico nadie pensaba que el trabajo artístico era susceptiblede ser contratado bajo relaciones de mercado dada la presión de la demanda en el mercado por los bienes y productos derivados de él. Esto ahora no solo es posible, sino es un hecho indiscutible. Esta condición de ‘no productividad capitalista’ radicaría en que los artistas serían una especie de trabajadores ‘libres’(3), con el privilegio de mantener la propiedad, no solo sobre su capacidad o fuerza de trabajo, sino sobre el contenido del producto final del mismo, en su obra. Posiblemente en un intento de redimir esta aparente contradicción, y de modo que la propiedad del artista sobre su obra aparezca invulnerable para los intereses del capital, surge el concepto y la aplicación de la propiedad intelectual y el derecho de autor. A partir de esta legislación, difundida y suscrita a escala internacional, se norman los negocios cuyo insumo es la creación. Es esta normativa la que abre la posibilidad de transar con la capacidad creativa y creadora en el mercado, separando en 2 ámbitos la misma idea de propiedad. Bajo estos principios, el autor de la obra protegida mantiene siempre los derechos morales, mientras que los derechos patrimoniales, relativos a la explotación, difusión y comercialización, se negocian libremente. Así, los bienes y servicios fruto de la creación y el arte y la propia capacidad creativa son transados como cualquier ‘burda mercancía’, en el más ‘cruel’ de los mercados: el mercado global; mercado que, según la Economía Naranja, significó el 6,1% de la economía mundial de 2006; provocó la generación de $ 2,2 billones en 2012, equivalente al 230% de las exportaciones petroleras mundiales; produjo $ 88 mil millones de exportaciones. En Ecuador, las cifras económicas sobre arte y cultura se encuentran aún en procesos de levantamiento y construcción. El mismo texto del BID, coincidiendo con estudios previos del Ministerio de Cultura y Patrimonio, señala que la contribución de las actividades culturales y artísticas (audiovisual, musical y fonográfico, editorial, espectáculos y un porcentaje menor de otras actividades) al PIB de nuestro país es de 1,8%. Nada mal considerando que el aporte al PIB de ramas petroleras fue de 12,91% para 2011 (BCE). Información del Ministerio de Cultura y Patrimonio, Banco Central e INEC (Censo Económico 2010), señala, además, que las industrias culturales del Ecuador generaron $ 2’777.070 y 46.162 puestos de trabajo declarados en 2009. Un país que ha definido como objetivo prioritario el cambio de la matriz productiva (Plan del Buen Vivir 2013–2017), y que piensa hacerlo por medio de la inversión en talento humano, señalando explícitamente el fomento a las industrias culturales (Objetivo 5 del Plan), tiene que considerar la dimensión económica de las actividades culturales, creativas y artísticas. Es imprescindible la construcción de un sistema que contenga indicadores básicos de la cultura en términos económicos, para estar en el primer paso del diseño serio de políticas públicas: el diagnóstico. Las metas y objetivos planteados por el Ecuador en su propio Plan del Buen Vivir hacen que sea indispensable superar, más que el debate sobre las industrias culturales, la ejecución de actividades dispersas en el sector, que han respondido a la intuición y no al sustento técnico, y para ello las herramientas e instrumentos que brinda la Economía resultan efectivas y contundentes. Los países que han reconocido la importancia de la producción simbólica en términos económicos han logrado sustentar e incluso imponer sus teorías, conceptos y paradigmas, más allá del aparentemente sencillo intercambio cultural. Solo a partir de un proceso serio de diseño y aplicación de políticas de fomento al sector cultural, especialmente a las prácticas artísticas, no solo por su propio valor económico, sino porque a partir de su contenido simbólico se construyen y se transmiten los determinantes de la lógica de la demanda (gustos, preferencias y ‘necesidades’) y de la oferta, definiremos el papel que como país y como región queremos asumir en la matriz productiva mundial. Notas: 1. De acuerdo con estudios citados por el BID, las industrias culturales representan cerca del 7% del PIB mundial. Las Industrias Culturales en América Latina y el Caribe: Desafíos y Oportunidades, BID, 2007. 2. Sahlins, M. Cultura y razón práctica. Barcelona: Gedisa, 1997 (1976), p. 208 3. Kant, mencionado en: Durán, José María, op. cit. Pág. 4.