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Espacios
Dos sílabas: mamá
Lo que ya no es correcto, hijo mío, es escribir cartas de despedida.
Camilo José Cela
Acaso están todas locas, menos yo. Acaso son seres extraños, exagerados, histéricos, controladores, menos yo. Las madres, en realidad, son seres alienados —somos, está bien, me incluyo—, por siempre y para siempre, viviendo una existencia en función de un pequeño crío, no importa cuántos años tenga, uno o cincuenta, esperando que el mundo horrible que crepita en el exterior no roce siquiera la frente de nuestro amado. Y así pasan los días, a salto de mata.
En algún momento pasé de ser hija a ser madre. En el bus ya no me dicen ‘niña’ o ‘señorita’. Pasé a ser ‘señora’ por obra y gracia de un espíritu no muy santo. Y me encontré más aterrada de lo que había estado jamás, mirando a mi alrededor para saber si alguien más compartía esa zozobra y alegría, ese querer cerrar los ojos para apretujar al retoño entre los brazos. Basta con mirar un poco más allá, a la madre de una, para darse cuenta de lo canalla que se ha sido durante tantos años, de lo feliz y desgraciada que puede ser una mujer cuando se convierte en eso, en una primera palabra de 2 sílabas: mamá.
Encima, una no deja de ser mujer porque se haya convertido en madre, no dejas de sentir ni de ser quien eres, escritora en mi caso, y tratas de compaginar tu antigua vida con la nueva. Todo se junta en un collage que parece el anuncio de un circo, escribes de pie, frente a la computadora, no por imitar a Hemingway, sino para correr en caso de tragedia inminente o gracia intempestiva. Pero hay que poner reglas, es cierto, si no, todo se puede ir al demonio, de un momento a otro.
Acudí entonces a Susan Sontag, notable mujer, intelectual, ensayista, novelista… y mamá. Susan publicó 10 reglas básicas para criar un hijo, claras y concisas, y pueden seguirse, sí, pero las reglas, por su naturaleza, pueden romperse, moldearse y travestirse en lo que llamamos sencillamente vida. En el día a día, las reglas no siempre se cumplen (sin alusiones políticas, ojo), y así es como una termina recopilando ejemplos de otras madres, reales o literarias, para tratar de hacer su trabajo lo mejor posible, siempre, eso sí, con la consigna de que lo ideal es no convertirse en la madre de Norman Bates.
Madre no hay solo una en la literatura, hay muchas, unas compasivas, otras locas, depende de la perspectiva, de la voz que nos transmita la imagen de una madre. Así, hay que indagar en las 15 voces de los narradores en Mientras agonizo, de William Faulkner, para descubrir, de pronto, que una de aquellas, la de la madre, es la de una mujer dura y que concibe la sangre cuando esta brota de la piel azotada de sus hijos. Lazos de sangre, a la postre, pero vámonos mejor por las madres amantísimas de sus hijos, aunque estas también crucen ciertas fronteras.
Hay que nombrar a Perla, la madre de Vidal, en Melodrama, de Jorge Franco, una mujer que idolatra a su hijo por su belleza y refinamiento, aunque esta veneración se traspapela con un amor incestuoso, apasionado, que no perdona a nada ni nadie. Otra madre que se confunde con amante celosa y desdeñada es aquella profesora de Literatura (vaya, vaya, vaya) que ve un día que su adorado hijo Phillipe decide irse por el lado oscuro de la política, la derecha. Así lo cuenta Simone de Beauvoir en La edad de la discreción.
Ya dejando la ironía de lado, sí, hay madres que cruzan fronteras, unas que las demás personas no entienden. Qué puedo decir sino que Sethe, protagonista de Beloved, de Toni Morrison, conmueve a cualquiera: una esclava que escapa, que vive escapando, incluso cuando ha logrado ser libre, y que trata de que sus hijos se evadan, de que su pequeña Beloved logre huir de los blancos captores aunque sea a través de la muerte, un degüello bajo su propia mano. Se me rompió el corazón, es cierto, cuando me di cuenta de que una madre sería capaz de llegar más allá de cualquier convención moral para hacer lo que ella considera bueno y decente para sus hijos.
Y ya que estamos entre la belleza y la pena, he de declarar que pocas veces me he enfrentado a un libro tan bello como Mrs. Caldwell haba con su hijo, la quinta novela de Camilo José Cela. Obra dolorosa, pues de cada pequeño fragmento se desprende la soledad de una mujer; texto impúdico: la madre le confiesa a su hijo sus aventuras románticas, se desnuda en ropa interior negra delante del retrato del hijo muerto, no expresa más que un amor solitario y absoluto que languidece bajo un traje de cuentas verdes, un amor que no tiene delimitadas sus fronteras, y he allí la belleza y la impudicia de este libro, capaz de mostrar figuras y talantes como el de las ciudades que quedan a merced del verano. La Sra. Caldwell le transmite a su Eliacim no solo enseñanzas, recuerdos, sino descripciones, máximas; nutre su amor solitario de palabras que no llegarán jamás al fondo marino donde yace el cuerpo del hijo. Es uno de los libros más tristes que he leído, insisto, y uno de los más bellos, también, de aquellos que dejan al lector con la mirada colgada en un punto impreciso del espacio.
Ya basta de madres en la ficción, ahora me toca mencionar a una madre real, una que aparece frente a nuestros ojos gracias a las palabras de su hijo, Richard Ford. En Mi madre, el autor quiere, quizá, rendir un homenaje a su progenitora gracias al pequeño y sencillo relato de su vida. Algo así como el cariño que nace con espontaneidad y sin artificios:
No hubo en su vida nada particularmente brillante, nada notable. Nada heroico. Ningún logro honorífico que ensanchara el corazón […] Pero, de alguna manera, hizo para mí posibles mis afectos más verdaderos, como los que una gran obra literaria conferiría a su autor más devoto.
¿Queda algo que decir al respecto? No, quizá no. Lo que resalto de lo anterior es la visión del hijo, sencilla, con lagunas, por supuesto, esa visión velada y matizada que tenemos los vástagos acerca de nuestra madre, un ser algo irreal que luego se convierte, con los años, en un ser humano frente a nuestros ojos, pero que nunca llega a tener una identidad definida y que sea independiente de nuestra propia existencia.
La figura de la madre, para algunos, se convierte en aquella sombra, una Anticlea para su Odiseo en el Hades, una presencia que no se desvanece, por sus malas o buenas acciones. Así, una madre ‘deficiente’ repercute en una hija que no puede, a su vez, ser madre, si no habría que indagar en ese poema tristísimo de Anne Sexton, ‘The Double Image’, en el que se enfrentan ambas miradas, la de la hija y la de la madre, como si de retratos enfrentados se tratase. Anne no pudo ser una hija feliz, por ende, no pudo vivir su maternidad sino a través de ideas encontradas: el amor y el odio, la tristeza, la imposibilidad de sentir al otro ser como suyo o cercano, de alguna forma.
Y es que se es madre en la medida en que existe el hijo. Se puede vivir una existencia libre, feliz, despreocupada, siempre que no haya un hijo. Y sin embargo, ninguna alegría fatua podría compensar el juego absurdo de rodar por los suelos abrazados o el hallazgo de los libros favoritos garabateados por la nueva habilidad adquirida con los lápices.
Nada te prepara para ser madre, y nada podría compensarte en caso de que el hijo faltara, pues la maternidad parece ser un estado absoluto en el cual se ingresa sin boleto de regreso. Parece una pesadilla, pero no lo es, y una se encuentra a sí misma tratando de desalojar a los peligrosos invasores de la mente, todo con tal de que la existencia del hijo transcurra dentro de la mayor felicidad posible.
Así que escribo, no cartas de despedida, solo escribo para desalojar a cualquier monstruo que ose rondar la habitación de mi hijo. No sé qué harán las otras madres para conservar su cordura. Yo escribo, pongo punto final a este texto antes de que mi editor me asesine, mientras mi hijo, entre aterrador y dulce, fija sus oscuros ojos en mí y me invita a jugar.
Es que después de todo, la escritura no es sino otra forma de jugar.