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El alero de las palomas sucias

Diario apócrifo de un apátrida

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Sobre mi cabeza está el sexto piso, ocupado por Madame Pattau. Su bota ortopédica sale del baño y se encamina, lento, cadenciante, hacia su piano que se halla justo sobre esta mesa. Estoy seguro que empezará con el sempiterno poema sinfónico La batalla de los Hunos. Brusco cambio de programa: esta mañana no habrá miniconcierto porque suena el teléfono de madame Pattau. El teléfono es su túnel del tiempo. Por mi parte debo ir al mercado Victor Hugo, ya que se me han terminado las endivias. Actualmente es la sola legumbre que se me permite comer cruda. ¿Seguirá manchado el piso del ascensor? Monsieur Durand, con su preciosa caligrafía del siglo 19, ha escrito una nota en tono Troisiéme Republique, destinada a quienes hayan regado y pisoteado bebidas espirituosas (así escribe) en el ascensor. Debemos hacer algo, decía la otra tarde Monsieur Durand, en el helado corredor de los basureros. Hay demasiado joven en esta residencia, debemos hacer algo. Los otros dos propietarios, un veterano de la guerra de Argelia y una anciana con aire de miss Marple, asentían, se quejaban indignados del atroz caos en el reciclaje de basura. Dónde se ha visto. No tienen el menor cuidado, miren, cartones en la poubelle de los plásticos. Comida en la poubelle de la ropa. Botellas en la poubelle del papel. Ya mismo corre sangre en la residencia, tenemos que hacer algo. En el último verano, el comité de propietarios protagonizó un escándalo que incluyó policía. El motivo, un festejo de fin de año escolar en el cuarto piso, y que culminó con cuerpos desnudos en la piscina comunitaria, a eso de la medianoche.

 

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Otra de las razones para no haber persistido en mi diario, que lo empecé a la edad que escribió el suyo la Anita Frank, es la conciencia plena de que mi cotidianidad es tan pobre como la vida de un pez rojo en un bocal. Quizá más pobre, pienso, después de haber visto en casa de amigos a un pececillo viviendo su condena sisifeana con notable dignidad. Cuando uno se acercaba a la pecera casi se estrellaba contra el cóncavo cristal. Parecía estar por comunicar algo y abría la boca como si gritara pidiendo ayuda, o como si estuviera cantando a lo tirolés, feliz de que se lo tome en cuenta.

Un diario en el que se mienta, se ficcione, no me entusiasma y eso es lo que hago cuando intento escribirlo. Ya en la segunda frase, la realidad se me fisura y por allí brota el miasma ese de la ficción. Madame Pattau no existe, por ejemplo. Más bien es el resultado de un ensamble de elementos ciertos y distantes. El piano, el que imagino al mencionarlo aunque no dé ningún detalle suyo, es el del bar Nictalophie, en donde baila Berebé. La bota ortopédica pertenece a la señorita Inés Merlo de la infancia, una dama jovial con las cejas y la boca de Greta Garbo, que tenía un almacén de disfraces. Un lugar literalmente fantástico, donde uno se disolvía viendo, palpando y a veces ensayando máscaras, trajes, implementos propios de los ensueños y la fabulación. Allí me alquilaron el esmoking, la corbata mariposa, el mostacho, el sombrero de copa y el bastón, para mi rol de Mister Haydn en el segundo grado de escuela. Rol protagónico en el sainete, pero en el que actué menos de un minuto, a causa de que al entrar en el escenario vociferando de manera iracunda cómo tenía que hacerlo, se me cayó el mostacho y, al inclinarme para atraparlo en el aire, se me cayó el sombrero y, lo peor, después de recogerlos del suelo, por arte del diablo perdí instantáneamente la voz. Carraspeaba, decía claramente ejemejem, para recuperarla, pero nuevamente el jirón de parlamento me salía como un viento sin nada de voz. Lo intenté una docena de veces y en cada una lo que se incrementaba eran los decibeles de la risa que llegaba del auditorio. Entonces, no encontré otra alternativa a la mano que huir, que salir corriendo de la escena, cosa que tampoco lo logré porque me tropecé en el bastón y caí en plancha de boca. Más que oír vi desde el suelo que todo el mundo, alumnos, padres, madres y profesores se destornillaban de risa. Incluso el hermano José Emilio, el director de la escuela, que tenía un rostro de piedra y la espalda erguida como tabla, se doblaba en carcajadas. Será por ese incidente que cuando veo las películas de Charlot, me viene poco a poco, como el efecto de una perfusión, la desdicha pura y dura.

 

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       En cuanto al apartamento superior es, en efecto, el sexto, pero está ocupado por una pareja, la más chiflada de este edificio (el edificio no es cierto). El marido es un magrebí que tiene una peluquería a cinco calles y que no se lo ve casi nunca, pero sí se le oye cantando en árabe o disputándose con su mujer.  Se llama Tula y es una canadiense obesa, que cada vez que la encuentro casi se lanza en mis brazos para lamentarse de estar tan lejos de su país, de su casa y de su madre. Ya ni siquiera me extraña, dice, a causa del alzheimer. Estoy sola en el mundo, dice, quitándose la sola lágrima que siempre tiene y que se le queda suspendida en el rimmel, mientras sus pequeños hijos tiran de su vestido para que se apure. En la navidad, timbró en mi apartamento a las seis de la mañana. Abrí la puerta sorprendido, aunque sin despertarme del todo. Era ella, con los dos brazos estirados y desnudos como sonámbula. Estaba borracha, con un ojo casi cerrado a causa de un hematoma y tenía las dos muñecas abiertas regando sangre. Esto, por ejemplo, es verdad, pero quién podría creerme.

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