¡Lo que sabemos entre todos!   ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!       Antonio Machado, Juan de Mairena     Que la escritura de Bouvard y Pecuchet terminara con Flaubert a seis pies bajo el suelo no es casual, sino más bien la evidencia de aquello que el mismo Flaubert pretendía afirmar: el conocimiento se ha escapado de nuestras manos. Ya desde entonces (las últimas décadas del siglo XIX), esa esfera pública con que habían soñado los ilustrados, un lugar público de pensamiento y de crítica, empezaba a desarticularse. Goethe, quien fue la última figura del hombre total, cedería el paso a la especialización y a los hombre mono-temáticos; como afirmó Virginia Woolf, el artista quedaría relegado a una posición de inutilidad frente a la realidad, sus visiones, antes proféticas, se asimilarían como desvaríos. Las voces de advertencia llegarían inevitablemente tarde a una historia que se construye como un mecanismo sordo a las profecías del arte.   El proceso lo conocemos todos: el método comprensivo que promulgaban las humanidades, según la cual cada elemento debe ser entendido según sus relaciones con las demás partes del sistema, de manera poli-direccional; sería superado por la egocéntrica noción unidireccional del progreso humano, de la ciencia salvadora, del solipsismo democrático, donde, al grito de un distorsionado “yo soy porque pienso”, se fue desmantelando sistemáticamente cualquier posibilidad de crítica a la autoridad del “yo” hablante.   Bouvard y Pecuchet es la novela póstuma de Gustav Flaubert, publicada en 1881. Con su escritura, el autor pretendía burlarse de sus contemporáneos, mostrándoles lo indefensos que se encontraban frente al mastodóntico saber. El relato se construye de manera cíclica: dos burgueses jubilados se retiran al campo; desde ahí, se dedican al estudio (y fallida, siempre fallida, aplicación) de las diversas áreas del saber. La novela consiste en el repetitivo asombro de los burgueses, que no entienden por qué el magnánimo saber que les profesaron los libros no les sirve para modelar, a sus deseos, la realidad. Bouvard, por ejemplo, propone dedicarse a la agricultura y despide al jardinero, compra libros de jardinería, sus cultivos se echan a perder y entonces, en lugar de oponer una postura crítica frente al saber, una postura comprensiva que le permita volver a empezar desde una posición de conocimiento empírico, decide hacer conservas con los rezagos de la cosecha, es decir, se embarca, ignorante, en una nueva aventura. A la Agricultura le sigue la Química, a la Química le seguirá la Anatomía… la novela quedó incompleta con la muerte de Flaubert.   Ahora bien, pensar la obra de Flaubert como una crítica a ese conocimiento que “ya no es de nadie”, que solo está en los libros, nos lleva, de manera paralela, a mirar críticamente la noción actual del “conocimiento general”, del conocimiento inútil. La pregunta ¿qué es lo que sabemos en verdad?, debería desautomatizar la noción inmediata de aquello que entendemos por “progreso”, “realidad” o “educación”; de la misma manera que en su momento llevó a cuestionar grandes movimientos como la ilustración o el enciclopedismo. Existen muchas maneras de esbozar una respuesta, en este ensayo buscaré responderla analizando dos fenómenos culturales masivos de la actualidad desde a su construcción formal: sus objetivos, su funcionamiento, su estructura… Facebook y Twitter.   ¿Likear o no likear? – Vivir en tiempos de catálogo   La concepción de esta idea ya está retratada en Fight club (El club de la lucha, en su traducción al Español) el libro de Chuckh Palahniuk: “Personas que conozco y que solían llevarse pornografía al cuarto de baño, ahora se llevan el catálogo de muebles de IKEA. (…) Compras muebles. Te dices a ti mismo: ‘Este es el último sofá que necesitaré en toda mi vida’ ”. Lo mismo podría decirse, quizá, de quienes ahora cargan sus smartphones al baño, a las fiestas, a la intimidad de su cama. Aquello que poseemos acaba poseyéndonos (esta es una línea de la adaptación filmográfica del libro). Es revelador pensar en la manera cómo malinterpretamos la subjetividad moderna construida desde el criterio del gusto. Es decir, no decimos, como los ilustrados: soy las razones por las que me gusta A o B; sino más bien, decimos que, de gustarme A o B, esas cosas que me gustan son lo que soy. Mentalidad de catálogo significa la constitución del yo a partir de un listado prefijado de opciones, significa construirse a uno mismo desde la oferta del mercado.   Playtime, la película de Jacques Tati, al mostrarnos la visión de un París futurista, compuesto por fríos edificios de acero, criticaba a la arquitectura moderna arguyendo que esta es incapaz de escapar de sus reglas: la optimización, la reducción, la depuración de elementos que inevitablemente conducen a la línea recta, al cuadrado negro de Malévich, a la repetición. Probablemente la misma crítica puede hacerse a las casas IKEA, que parecen todas la misma; probablemente lo mismo podría decirse de los usuarios de Facebook, que han decidido que ellos son lo que les gusta en su perfil personal. Esta es la naturaleza de Facebook: hacer innumerables clics en el botón de “like”. Hacer del usuario una lista de posibles compras futuras y de antiguas compras, hacer del usuario un largo inventario de sus actos. Evidentemente, las posibilidades que se ofrecen a los usuarios son mucho más numerosas; aun peor: esto construye una apariencia de libertad. Todos construimos nuestro perfil con un mismo proceso que, de manera opuesta al de la arquitectura moderna que Jacques Tati criticaba (en Facebook no existe una depuración de elementos, sino una proliferación hacia el infinito), nos lleva al mismo resultado: nuestro perfil o nuestros gustos ya no dicen nada sobre nosotros, nos señalan a todos como meras copias, repeticiones.   Pero hay algo aun más desconcertante que la constitutiva función del like: el frívolo rezago de la esfera pública; las páginas de fandom, las discusiones políticas, la propaganda de guerra y de revolución, etcétera, etcétera. Ese lugar público de pensamiento y crítica, que en su momento fue el sueño y objetivo de los grandes pensadores ilustrados (especialmente de Kant), se ha visto reducido también a la sorda repetición de opiniones de catálogo. La falacia sobre la democracia que supone el anti-intelectualismo (mi opinión vale tanto como la de los demás, sepa o no yo de lo que estoy hablando) ha visto su oportunidad de expansión en el anonimato que ofrece la laberíntica estructura de las redes sociales. La gente discute sobre los temas más diversos, opina, habla, responde , ofende y exalta. Creyentes o no de sus opiniones, sabedores o no de los temas sobre los que discuten, la pantalla y el teclado han permitido la construcción de una moral y un pensamiento inmóviles. Poco importa lo que el otro tenga que decir, lo que importa es decir; decir para existir. Y es que, si dejamos de publicar, de likear, de compartir, dejamos de existir.   Nuestra intimidad como seres críticos (la intimidad de pensar más allá de nuestra comunidad, de pensar más allá de los paradigmas establecidos del pensamiento) se ve inmovilizada frente a la constante clasificación a la que Facebook nos somete. Volvemos a aquellos tiempos del pensamiento autoritario (los tiempos católicos, la Grecia clásica) en que todo tenía que hacerse bajo la luz del sol, ahora, la luz perenne de la pantalla es nuestro autoritario padre. La posición que tenemos frente a la información es completamente mansa: como Bouvard y Pecuchet, estamos perdidos frente al laberinto del conocimiento, ya no podemos saber nunca de qué estamos hablando exactamente; pero tenemos que hablar para existir. Por eso, porque intuimos que las palabras de los demás son tan vacías como las nuestras, hacemos oídos sordos, no escuchamos a nuestra experiencia empírica, no obtenemos nuevo conocimiento. Y, nuevamente, como Bouvard y Pecuchet, estamos destinados a continuar eternamente fracasando, ignorando, volviendo a empezar.   Ítalo Calvino y el retweet – Las posibilidades de la lectura anárquica   En su libro Cómo hablar de los libros que no se han leído, el crítico francés Pierre Bayard, partiendo de la premisa de que hoy en día es imposible leer todos los libros publicados, explica la necesidad de concebir a la cultura como un entramado de vasos comunicantes. En el libro habla de un nuevo tipo de lectura, de una búsqueda del sentido de los libros que no se construya en acto mismo de leer, sino en el acto de pensar. El pensamiento sobre los libros no-leídos sería un acto productivo, generador de sentido propio: “Más allá de la posibilidad de descubrimiento de uno mismo, el discurso sobre los libros no leídos nos sitúa en el núcleo del proceso creativo en la medida que nos reconduce a su origen”. Esta noción, que piensa que uno debe enfrentarse a la cultura como un proceso constitutivo del yo íntimo, es la que se denomina lectura anárquica. El yo íntimo en contraposición al yo privado: el segundo es un yo que defiende sus propios intereses; el yo íntimo es un yo que, dentro de la esfera pública, se recluye a su intimidad, compuesta de lecturas e ideas, para poder ser realmente crítico sobre sí mismo y sobre la misma esfera. Así pues, frente a la inaprehensible modernidad, el lector crítico, se ve obligado a tomar una postura defensiva: leer los textos solo de manera parcial, tomar lo que se quiere, abandonar lo innecesario, leer extensivamente para no verse sometido a una previa autoridad, sino construir, constantemente, una autoridad del yo, del yo en movimiento.   Probablemente, uno de los primeros autores en mostrar el funcionamiento de una lectura anárquica de manera explícita es Ítalo Calvino en su novela Si una noche de invierno un viajero… Esta novela, publicada en 1979, cuenta, en segunda persona del singular, la historia de un lector que sucesivamente se encuentra con novelas inacabadas. Así pues, el lector personaje y el lector real se ven enfrentados, a lo largo de la novela, a 10 comienzos de novelas de distinto género. Paralelamente, se cuenta la historia del lector que ha de someterse a las más diversas aventuras tratando de encontrar alguna novela completa, un significado real. El sentido alegórico es el del hombre contemporáneo que ya no puede encontrar una verdad unificadora de la existencia. Perdidas ya las grandes religiones, relegado el arte a una posición marginal, confundida la filosofía con los libros de auto-ayuda, el hombre contemporáneo no puede esperar ya un significado cerrado y ajeno que complete su existencia. En el último capítulo de la novela, el lector ingresa en una biblioteca pública en busca de los títulos cuyos comienzos había leído; ahí, se encuentra con otros lectores que le ayudan a comprender que es su historia la que se había conformado a partir de las otras historias y no al revés, que su historia constituye la verdadera novela. Finalmente, el lector pone en orden los títulos de las novelas que ha leído: estas forman una historia, la historia del lector.   Encontrar algún sentido en el sin-sentido ya no se presenta como una actividad total o definitiva. Ya ni a Calvino ni a nadie se le ocurre pensar que alguna lectura pueda ser nuestra última lectura (en el sentido de la causalidad); sin embargo, sí se puede considerar que, dentro del sin-sentido, hay un sentido propio que está constantemente construyéndose. Este sería también la función de la intimidad llevada a sus máximas consecuencias. El crítico Mijaíl Bajtín ya definió este proceso: la palabra ajena que se incorpora a una palabra propia, que nunca llega a ser propia pero que, poco a poco, deja de sernos tan ajena. Me atrevería a pensar, que, por su estructura básica, la naturaleza de Twitter se acerca a la de estos postulados.   Habría que considerar que el objetivo prístino de Twitter no es escribir, sino citar, es decir, retweetear. Su función sería la de acercarnos a los discursos ajenos y darnos una herramienta que permita que hagamos, de manera física, del discurso ajeno nuestra palabra propia. Sin embargo, habría que tomar dos consideraciones a la hora de suponer que una cuenta de Twitter puede conformar un discurso: que exista una contextualización interna y que exista una posibilidad de diálogo crítico. Para descartar la primera consideración se debe recordar que la estructura de Twitter apunta también a un crecimiento exponencial. Su estructura no permite dudas, no permite revisar lo que se ha dicho antes, no permite corregir lo escrito sin presentarlo como una acción presente. El tiempo de esta red social es el ahora, su ritmo acelerado nos obliga a mantener la velocidad con el resto del mundo: nuevos temas cada día (el hashtag), nuevos seguidores. El mensaje que cada uno presenta no se ve sometido a la necesidad de un contexto; bastaría comparar las distintas presentaciones de cada perfil con su último tweet: cada vez el vínculo es menor. Por esta misma velocidad, sobre todo en cuanto Twitter nos incita a conseguir nuevos seguidores, a que nuestra voz sea cada vez más alta, el diálogo crítico es cada vez menor. Decir más implica escuchar menos, no escuchar aquello que nos incomoda, eliminar a quien nos molesta, bloquear a quien piensa distinto, ignorar a quien no nos retweetea.   La misma moral inmóvil que abunda en Facebook, encuentra en Twitter su máxima expresión: ya no somos capaces siquiera de escuchar a nuestra propia voz. La falta de contexto impide que construyamos una verdadera palabra propia.   Que la estructura de las dos obras que articulan este ensayo (Bouvard y Pecuchet y Si una noche de invierno un viajero…) sea cíclica no es casual. Su estructura inmovilizante (en la segunda novela un poco menos, al final) es un reflejo del funcionamiento estructural de las redes sociales. El marco de pensamiento que nos permiten está limitado por su estructura, su impacto también. Ahora bien, esto no implica que sea imposible aprovechar sus herramientas; las últimas revoluciones en medio oriente probarían que ese postulado es falso, sí pueden ser, por ejemplo, instrumentos de acción. Más bien, esto implica la imperante necesidad de reconocer que mientras nuestra única fuente de pensamiento cultural venga de las redes sociales, en un acto de mero consumidor frente al conocimiento, nuestro rango de acción no solo es limitado, sino nulo.   Sería interesante considerar que las redes sociales representan el espíritu de la época, en el sentido hegeliano; pensar que en ellas reconocemos todo lo que somos, que cuando nos sentamos frente al ordenador los estímulos sensibles de la pantalla nos complementan. Sería interesante, para así preguntarnos si existe una parte de la vida que estamos dejando fuera, por limitarnos a vivir del teclado para adentro. Quizá el movimiento necesario (el único movimiento que ha sido siempre necesario) es el de la crítica: reconocer a las redes sociales como un objeto cultural, tomar las medidas que siempre han de tomarse frente a estos; leer, pensar, vivir.