Seguiré vuestras huellas Toda escritura deja una huella. Toda escritura deja una marca. Estas huellas pueden ser superficiales o penetrar a mayor profundidad. La impronta dejada por la escritura y la lectura de William Shakespeare y de Miguel de Cervantes en la literatura universal es honda. Pero me pregunto, actualmente, ¿qué tan fuerte está grabada esta inscripción en las dos tradiciones a las que pertenecen? ¿Son similares o varía la profundidad de su influencia? Seré amado cuando falte Los aniversarios son siempre pretextos para los recuerdos. Son carteles en la carretera de nuestra memoria que nos indican que este punto preciso, este mojón, este lugar, debe ser recordado; muchas veces ya ni siquiera sabemos por qué, pero nos detenemos ante el anuncio multicolor que nos lo rememora. Los cuatrocientos años de sus muertes han disparado todas las alarmas y, los pósters informativos sobre este hecho están por doquier. Congresos, homenajes, libros, programas de televisión y toda una parafernalia documental nos informan de su presencia o, mejor dicho, de su ausencia. Mucha de esta frenética actividad ha nacido de organizaciones públicas y privadas, lo que me hace sospechar que mucho de esta pasión tiene un aire más protocolario e institucional que el nacido del amor por los dos escritores cumbres de sus respectivas lenguas. La memoria es como ese libro que aparece en el video de la canción ‘Bachelorette’, de Björk, que se va escribiendo a medida que va siendo leído, y en el que luego las palabras, los recuerdos, van desapareciendo poco a poco, de atrás para adelante, hasta dejar nuevamente las páginas en blanco, esperando otros recuerdos que se vayan imprimiendo, creando así el siguiente libro de la memoria. Una de las maneras de que esos recuerdos queden grabados en tinta indisoluble es el amor —la otra es el odio, por supuesto—. Si la memoria es amor, el recordar algo es un acto amoroso, y esto está alejado de lo institucional, por lo mismo, olvidémonos de estos homenajes, no nos dicen nada de la presencia de Cervantes y Shakespeare en nosotros mismos, eso lo dirá el impacto que ellos han dejado en cada uno de nuestras espíritus como lectores. Nuestra historia a boca llena hablará de nuestros actos La lectura de los dramas y poemas de Shakespeare es un acto conflictivo con nuestros sentimientos. Presenciar el desamparo de Lear, ciego y confundido, o la alevosía de Macbeth contra su rey, o la locura de Ofelia, no puede dejarnos impasibles jamás. El catedrático y crítico literario estadounidense Harold Bloom, en una de sus más célebres exageraciones —brillantes, es verdad, pero exageraciones al fin—, llegó a afirmar que el autor inglés era el inventor de “lo humano”, declarando: “Lo que inventa Shakespeare son maneras de representar los cambios humanos, alteraciones causadas no solo por defectos y decaimientos sino efectuadas también por la voluntad, y por las vulnerabilidades temporales de la voluntad”. Bloom sostiene de esta manera que esos personajes dejaban ver los cambios de sus sentimientos y las fragilidades humanas, en sí mismos, por primera vez de una manera tan nítida. Si bien cuando uno ve la pasión de Julieta, los celos de Otelo, la venganza de Edmundo, tiende a pensar que tal vez Bloom tiene razón, nos hace falta solo un momento para recordar que también nos conmovimos con la triste dignidad de Príamo al reclamar el cadáver de su hijo Héctor, o la valentía de Antígona frente a la ley, o la crueldad de Medea nacida del despecho. El aporte de Shakespeare, por esta razón, no es sobre la cualidad de “lo humano”, porque las pasiones de los individuos han sido y serán siempre las mismas: el amor, los celos, la envidia, la ambición... no han variado en su esencia, por ello mismo, su cualidad fundamental es estética, esa rara cualidad, mezcla de talento lingüístico, profundización espiritual y sensibilidad, lo que lo lleva a crear un amplio lienzo acerca de la frágil condición de las personas, logrando elevarlas a un arquetipo, punto de partida para toda una tradición literaria, desde él hacia adelante. El enfrentamiento textual con Miguel de Cervantes está marcado por líneas diversas a las del autor inglés. Casi desde la publicación de la primera parte de Don Quijote de la Mancha (1605) —la novela emblemática de Cervantes—, esta fue aclamada como una obra maestra, las numerosas ediciones y las traducciones que se realizaron casi inmediatamente a las diversas lenguas europeas así lo demuestran (ya en 1612 se traduce la primera parte al inglés). Escritores posteriores como Fiódor Dostoyevski, Arthur Schopenhauer, Lawrence Sterne, Franz Kafka, Stendhal, Mark Twain, Gustave Flaubert, Thomas Mann han reconocido la trascendencia del escritor español. El siglo XX también ha sido generoso en ediciones y voces aclamatorias, solo como referencia bastan nombres como Martín de Riquer, José Ortega y Gasset, Jorge Luis Borges, y aún de manera ambivalente las invectivas de Vladimir Nabokov. En apariencia, el rastro de Cervantes es claro y resistente, y su personaje emblemático sigue al lado de los lectores. No faltan actualmente estudios sobre Cervantes (Ignacio Padilla le ha dedicado dos en los últimos años, además de los siempre eruditos trabajos de Francisco Rico), aunque la academia, por lo menos la latinoamericana, se ha ido apartando de él, ya sea porque los intereses multidisciplinarios (en los que Cervantes, un católico contrarreformista, no cuadra bien), o porque ya no existen, o casi, estudios literarios per se, o simplemente porque el apego que existía hacia la figura del escritor español ya no existe o ya no es la misma. Se comenta pocas veces sobre el Quijote —una obra más mencionada que leída—, y cuando nos preguntamos sobre el resto de la obra de Cervantes, nos damos cuenta de que su lectura es casi nula, y a pocos les interesa entrar a analizar la fantasía, el humor, la ironía, lo popular, el amor en estos libros. Es irrefutable que con el Quijote, Cervantes creó un personaje inolvidable, y fundó un tratamiento narrativo trascendente, pero el resto de su obra ha sido desdeñada críticamente sin razón. Se dará tiempo al tiempo, que suele dar dulce salida a muchas amargas dificultades El acercamiento que las diversas tradiciones han tenido con las dos figuras difiere así como sus mismas biografías —más allá de la sorprendente cercanía de su muerte—. Toda biografía es azarosa, sea reservada o pública. Leer la vida de Shakespeare es casi como leer la vida de un desconocido, muchas veces se ha dudado de su misma existencia (recuérdese la sugerente película Anonymous), pues apenas a una edad de más o menos 30 años empieza a ser relativamente conocido —mucho más ya lo eran sus prontuariados contemporáneos Christopher Marlowe y Ben Johnson—; luego de una carrera de actor, y ya célebre, se retira a su lugar de nacimiento alejado prácticamente de la dramaturgia y viviendo en la paz del hogar. De Cervantes, al igual que de Shakespeare se conoce poco de la infancia y la juventud, solo que vivió penurias, las que por otra parte siempre le acompañarían, siendo soldado (quedó con su mano izquierda inutilizada en Lepanto), como rehén de piratas por cinco años, con numerosas deudas y visitando la prisión varias veces, y solo casi al final de su vida fue reconocido, básicamente por Don Quijote, y encontraría una paz momentánea, pues hasta su tumba se extravió, siendo reencontrada hace menos de un año. Fue vecino de los hoy célebres Lope de Vega, Quevedo, Góngora, Ruiz de Alarcón, quienes vivían en permanentes querellas. Así son las vidas de variadas, pero han sido muy diversas, así mismo, las formas de tratar a estos personajes. Una vinculación más humana en el caso de Shakespeare, y mucho más mítica en el caso de Cervantes. Es como si la tradición religiosa contrarreformista, que buscaba imágenes y símbolos para ser objeto de adoración se trasladara a la figura de Cervantes, mientras que la del inglés ha sido muchas veces objeto de desmitificación y un pretexto para la imaginación. A veces siento que las obras del ‘Bardo de Avon’ están tatuadas en la piel de muchos lectores, mientras que la del ‘Príncipe de los ingenios’, solo reposan cómodas, en las estanterías, sin ser leídas. Existe una cercanía de Shakespeare a la cotidianidad anglosajona, sus sonetos siguen siendo recitados, sus obras de teatro siguen montándose, se han realizado múltiples versiones fílmicas de sus grandes dramas y sus comedias. Todo esto hace que su figura no se haya quedado en el nicho de adoración sino que camine y coma con las personas, que sus frases estén por aquí y por allá en lenguaje diario y común, que su vida sea parte integrante de la vida cultural, y aún diaria del mundo lingüístico inglés. Miguel de Cervantes, mientras tanto, con su tumba perdida, es como un dios al que todos anuncian pero en el que nadie realmente cree. Sus magníficas Novelas ejemplares reposan en medio del polvo y la incuria, sin ser leídas por nadie; pero en nuestros escritorios, todos tendremos una escultura pequeña del ‘Caballero de la triste figura’, y su libro seguirá siendo un precioso sujetapapeles. El trato que se dispensa a los dos monstruos literarios difiere, así como difiere el amor. Con Shakespeare el amor es más carnal, es más directo, es más pasional, el amor hacia Cervantes, siguiendo la impronta del catolicismo, es más platónico, más frío, más reverenciador. Por ello, este amor es más ajeno a la pasión, al contagio, su influencia es más una estampa que un pacto amoroso de sangre. Como ha que duermo en el silencio del olvido Las referencias shakespearianas dentro de la literatura anglosajona —y no solo en ella— por supuesto son abundantes, desde las reescrituras de Charles Lamb, allá en los tiempos románticos, hasta la versión posmoderna de Romeo y Julieta en la película de Bar Luhrmann. La conciencia de los escritores, directores, guionistas, pintores, es clara con respecto a la influencia del ‘Bardo’ en su obra. Las representaciones estudiantiles y universitarias nos hablan a su vez de que su escritura, con su opulento lenguaje, está viva y presente. ¿Pasa lo mismo con Cervantes? No lo creo. Su poderosa sintaxis, sus giros narrativos, sus diálogos ocurrentes, su humor desolado, su ironía desatada, todo esto —por algo es considerado el padre de la novela moderna, y con justa razón—, poco o nada influye en la actualidad en ninguna de las categorías artísticas, sea el cine, el teatro (Cervantes tiene unos deliciosos entremeses), y lo que es más notorio, en la literatura. Me pregunto si los novelistas hispanoamericanos tienen alguna conciencia sobre este particular. ¿Acaso no lo hemos abandonado por texturas más sencillas, por influencias menos comprometedoras, más cómodas? No es una cuestión de asumir tradiciones en las que no creamos, ni por la fuerza volvernos cervantinos. Nada de eso. Pero en días como estos —en que los aparatos culturales quieren resucitar a los muertos— hay una necesidad de rescatar el espíritu de Cervantes, ese espíritu insuflado de franca burla contra los poderosos, de ternura con los débiles, del amor como bandera, de la libertad ante todo, sentimientos estos de los que están impregnadas sus obras. Muchas de las obras de Shakespeare siguen siendo un material de lectores y escritores. Mientras tanto, siento que Cervantes se va quedando atrás, y que no es por falta de calidad por supuesto. Me pregunto si el personaje de don Quijote o el mismo Sancho Panza, el licenciado Vidriera, o la Gitanilla, no están a la par de los grandes personajes shakespearianos. Creo que sí. Pero duele pensar que mucha de la obra del español siga siendo prácticamente desconocida, fuera de un grupo minúsculo de lectores, y que esa circunstancia no dé muestras de cambio. ¿Debemos rescatar al Cervantes novelista del olvido? Por supuesto que sí. No solo es primordial, sino necesario. Uno de los primeros actos que José Vasconcelos llevó a cabo entre 1921 y 1927, cuando estaba al frente de la Secretaría de Educación Pública en el naciente México revolucionario fue editar en un tiraje inmenso el Quijote. Creía que en ese libro estaban encuadrados tantos principios de libertad que fortalecerían el sentido revolucionario mexicano que estaba consolidándose. Más allá de esa anécdota utilitaria, pero nacida de la querencia del pensador mexicano al texto cervantino, volver a leer a Cervantes es una apuesta estética, y que los escritores, y por supuesto, los lectores, descubrirán un mundo que está lejos de haber quedado rezagado o haber pasado de moda —miedo tan presente en estos días—. Muchas de sus páginas nos hablan de esos elementos que han hecho al hombre ser un hombre, que nos refieren esa condición maltrecha del ser humano, que está ahí, todavía, intacta en su fragilidad, que nos presenta a personajes, hambrientos y saciados, pícaros y santones, necios y sabios, valientes y cobardes, estos seres que hoy nos rodean o de los que todos somos una parte. El amor busca al amor Así, ¿podremos decir que Miguel de Cervantes es una presencia real, que es una influencia trascendente sobre nosotros, lectores y escritores del siglo XXI? Más allá de toda la parafernalia de homenajes, muchos aburridos y repetitivos, ¿es el autor español alguien a quien sigamos leyendo? Creo que no. Creo que lo tratamos más como un monumento que como el ser vivo que ha dejado páginas donde fluye vida, alegría, dolor, aventura y pasión. Es como ese pariente difunto al que recordamos en un determinado día, o por una circunstancia específica, pero cuyo recuerdo es tan breve y superficial que apenas nos queda una silueta de él en la memoria. Más arriba sostenía que la memoria es nacida del amor —o del odio—, y creo que hemos abandonado a Cervantes por indiferencia, por pereza, por incuria, los máximos enemigos del amor; sabemos que el ser alguna vez amado está ahí pero ya no lo vemos, recordamos que alguna vez sentimos pasión, pero no hacemos nada por volver a enamorarlo, tal vez porque fue reemplazado por otro amor, o tal vez porque nunca lo amamos lo suficiente. Estas reflexiones las empecé con la imagen de una huella, de una marca, las huellas en la piel pueden convertirse en heridas cuando no se las ha cuidado o sanado. La lectura, ese acto primero y el más rotundo de la libertad, es un medio de sanación. La huella de Cervantes poco a poco fue convirtiéndose en una herida, una al principio superficial, pero que fue ahondándose, y hoy nos lastima en lo profundo, en el lenguaje, en la experimentación temática y estructural; nos hemos ido privando de la riqueza lingüística y metafórica, de los monólogos satíricos y amatorios, de ese espíritu de rebeldía que llenan tantas páginas de sus novelas. La única manera de cerrar una herida es protegerla, tratarla con cuidado y curarla con amor. El retorno a una lectura nueva y viva de Cervantes es volver a amarlo, y la única manera es tomando sus libros, abrirlos, y empezar a disfrutarlos. Cuando empecemos, no nos defraudará, nos volveremos a sentir seducidos, y sin duda comenzaremos a apasionarnos por los personajes que deambulan por los escenarios creados en sus páginas. Y así, el amor habrá sanado la herida.