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Audiovisualia, la utópica isla de la integración visual

Audiovisualia, la utópica isla de la integración visual
04 de mayo de 2015 - 00:00 - Jorge Luis Serrano, Sociólogo y docente universitario

Uno de los recuerdos más poderosos que guardo de los debates sobre el futuro del audiovisual latinoamericano sucedió en un foro de documentalistas, allá por el año 2008, en la Cinemateca de Río de Janeiro, en el marco de Cinesul, cuando un realizador de entradas grandes y pelo cano, empuñando el micrófono con vehemencia, dijo en claro portuñol, para que lo entenderíamos todos: “Así como Lula y Chávez discuten sobre la creación de un oleoducto sudamericano, nosotros cineastas tenemos que construir un gasoducto audiovisual”. La imagen era poderosa. Percutió mis neuronas. Desde entonces no he dejado de pensar en esa quimérica tubería. Un gasoducto audiovisual.

 

Aunque hablamos de cañerías que ocupan el paralelo universo de lo digital, la analogía es pertinente: los caños ya están instalados, pero ¿qué contenidos corren y circulan dentro de ellos? Ciertamente no son, mayoritariamente, los nuestros. Mientras reflexionamos y dudamos sobre esto, en teoría, estos son inundados por la narrativa seductora y anestesiante de la industria cultural hegemónica.

 

De cualquier forma, en aquel momento estábamos localmente embarcados en la aventura de llevar a la práctica la primera ley de cine del Ecuador, enfrentando desafíos administrativos tan básicos y elementales como dotar de personal e infraestructura al naciente CnCine, bautizado así para diferenciarlo de los Conacine de Bolivia y Perú. La idea del gasoducto era muy seductora, pero primero había que hacer la carpintería para el fomento local.

 

Entonces, que quede claro que la integración es un trabajo de gasfiteros, fontaneros y carpinteros, con la complicidad de algunos abogados. La metáfora es útil: se trata de un trabajo que no se ve, como en los edificios, pero sin el cual estos no son habitables. Cuando se abre una llave de agua, ¿pensamos por qué sale el chorro, de dónde viene? No. Es igual cuando encendemos la televisión: el flujo audiovisual parece interminable y natural.

 

No obstante, nuestra preocupación por lo local nos lleva a lo regional. Cuando en 2006 se aprobaba la primera Ley de Cine en Ecuador varias cosas salían a la luz, principalmente que durante el siglo XX el país no contó con norma alguna de fomento. La Ley daba respuesta a la presión social ejercida cerca de 30 años por un sector que, con intermitencias, había pugnado por potenciar su actividad. Sin embargo, no se debía entender la norma como simple protección de los intereses gremiales y corporativos de ese sector, sino como la posibilidad ofrecida a la sociedad ecuatoriana para revelar su diversidad cultural a través del poderoso dispositivo audiovisual.

 

Más allá de sentimentalismos, se trataba de contar con un flujo constante de imágenes en movimiento que surgieran del Ecuador al mundo. La ley había abierto esa llave.

 

A partir de entonces el debate sobre la existencia o no de una industria cultural nacional ha partido muchas veces de premisas falaces. Por lo que he visto y escuchado, creo que eso nos hace malgastar tiempo, desperdiciar saliva y, peor aún, perder entusiasmo. Los devotos del tema muchas veces acumulan solo algo de información, la que les interesa, pero no disponen de una mirada de conjunto. Algo parecido pasa a escala regional. Cada país está inmerso en su propia y compleja realidad haciendo que la supervivencia del día a día nos consuma. Eso, definitivamente, nos impide ver más allá. Es una debilidad.

 

En el soporífero pero necesario mundo de la política pública hay un concepto o categoría que ayuda a entender esta dinámica: asimetría. Las abismales diferencias entre países de la región y sus dispares realidades hacen que los foros de discusión sean muchas veces monólogos en los que los ‘grandes’ exponen sus importantes avances mientras los ‘chicos’ escuchan en medio de un sentimiento de envidia e impotencia, al mismo tiempo.

 

Sin embargo los espacios de integración, aquellos donde podemos conocernos y perder la vergüenza, son imprescindibles porque uno de los puentes hacia la utópica isla de la unión es la cooperación. Cooperación entre iguales. Cooperación horizontal.

 

El cine y el audiovisual aparecen como punta de lanza de esta integración cultural pues cuentan desde 1989 con la CACI: Conferencia de Autoridades Cinematográficas Iberoamericanas. Aunque se diga que la integración latinoamericana es sencilla —contamos con la misma historia, idénticas raíces y una lengua en común—, pienso que no nos atrevemos a ciertas cosas porque parecen difíciles, pero en realidad esta cualidad obedece a que no nos atrevemos a realizarlas.

 

El déficit de la CACI es que no cumple a cabalidad su rol de espacio de intercambio permanente de experiencias. Y cuando eso sucede, sus discusiones ni siquiera permean a los cineastas de la región, mucho menos a la ciudadanía. Sigue siendo una organización casi secreta a pesar de sus años y sus programas son más famosos y conocidos que ella misma: ¿qué cineasta de la región no ha oído hablar de Ibermedia? Pero, al mismo tiempo, ¿sabe que, como DOCTV, pertenece a la Conferencia de Autoridades Cinematográficas Iberoamericanas? Una vez más, la CACI hace ese trabajo de carpintería en torno a la integración, pero es necesario que su rol sea más visible y conocido.

 

Modelos institucionales

 

Echando una mirada panorámica sobre la realidad regional y los modelos institucionales de los 20 países que forman parte de la CACI, podemos sacar algunas conclusiones luego de agrupar características básicas tanto de las estructuras más sencillas y los modelos básicos cuanto de las entidades más complejas, fuertes y potentes. Esto explica en parte las asimetrías que dificultan la integración.

 

Para empezar, lo básico es contar con, al menos, una dirección nacional de cinematografía dentro de la estructura de algún ministerio. Las direcciones nacionales, bajo esta figura, no tienen personería jurídica pues han sido creadas por una vía administrativa de menor rango y por lo tanto no disponen de autonomía. Administran proyectos de inversión y no tienen fuentes de financiamiento más allá de lo asignado. Esto es lo básico, el piso, el peor es nada. Sin embargo, ya le permite al cine de un país tener una silla en los espacios de integración y cooperación y contar con alguna política de fomento. Tal es el caso de la mayoría de países centroamericanos y algún sudamericano.

 

Las estructuras intermedias se caracterizan por la existencia de una ley que, mínimamente, crea una entidad, llámese consejo, centro, instituto, etc., al tiempo que define mecanismos de fomento permanentes. Por sencillas que sean, las leyes blindan la institucionalidad, pues así como es difícil aprobarlas es complicado derogarlas. El vacío obvio de este tipo de norma básica aparece cuando no define fuentes de financiamiento para su fondo de fomento ni establece facultades de regulación y control en favor de la institucionalidad creada, por lo que dependen del presupuesto general de la nación y cada año deben presentar proyectos de inversión. Este es el caso que se da en países como Ecuador, Perú, Bolivia, Uruguay y Chile, entre otros.

 

Cuando el debate se hace más complejo, la normativa incorpora figuras institucionales con mayores competencias que las de fomento, estableciendo, para empezar, fondos de decenas o centenas de millones de dólares a través de contribuciones obligatorias del sector televisivo y de telecomunicaciones tales como cuando las empresas de cable pagan una contribución por cada abonado o cuando las compañías de televisión pagan una contribución por la concesión de la frecuencia; cuando sectores publicitarios pagan una tasa previa a la comunicación pública de cualquier publicidad; cuando empresas telefónicas pagan una contribución por la descarga de contenidos audiovisuales; cuando salas de cine pagan un impuesto por ticket vendido, etc. La lógica es que el sector audiovisual se financie a sí mismo. En algunos casos, a lo dicho se suman fondos fiduciarios creados a través de estímulos tributarios o fiscales que permiten descontar parte del impuesto a la renta de la empresa privada a favor de la producción cinematográfica. Lo dicho permite crear estructuras financieras muy potentes y competitivas, comparables con realidades jurídicas europeas e incluso, en algunos casos, mayores a estas.

 

Una especie de lugar común señala que Francia es un modelo para seguir en este campo, pues dispone de estímulos superiores a los 700 millones de euros por año para su cine. En ese sentido los países de la región con los fondos más importantes son Brasil, en primer lugar, pues cuenta con mecanismos de apoyo cercanos a los $ 400 millones por año, luego México, con cerca de $ 200 millones y Argentina con poco menos de $ 100 millones anuales. Cerca, pero en un segundo nivel de países con políticas potentes, están Colombia, con algo más de $ 40 millones y Venezuela con una cifra similar.

 

Pero son las facultades de regulación y control del mercado lo que permite contar con políticas integrales para el sector. En ese sentido, Brasil ha desarrollado el modelo más complejo de la región mientras que México, a pesar del tamaño de los recursos orientados a la producción, prácticamente no cuenta con facultades para incidir en la exhibición, y ese es un importante talón de Aquiles.

 

En definitiva, a pesar de las evidentes diferencias y asimetrías, el sector debe mirar seriamente a la región como el espacio natural de circulación de sus contenidos, porque incluso para los países grandes su mercado interno es insuficiente para absorber los costos de producción. La integración debe dejar de ser una quimera y empezar a ser una realidad. El gasoducto audiovisual debe contar con surtidores dentro de cada domicilio latinoamericano. La disputa por el gusto es la frontera final y eso no tiene fórmula mágica: el hábito de consumo se construye en el día a día de la gente. Para eso hace falta un flujo de contenidos permanente. La ausencia simbólica es fácilmente ocupada por imaginarios que subrayan, continúan y reproducen nuestra colonización. Así de sencillo, así de desproporcionado.

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