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“Me amarré la tira al cuello y salté. La tabla se rompió y caí al suelo”

“Me amarré la tira al cuello y salté. La tabla se rompió y caí al suelo”
03 de octubre de 2013 - 00:00

Luis Vaca narró que durante sus 3 años  encierro más de una vez pensó que lo matarían. Foto: Santiago Aguirre | El Telégrafo

La primera vez que detuvieron a Luis Vaca fue  en marzo de 1985  en el sur de Quito, mientras caminaba con Fausto Basantes, ambos exmilitantes de Alfaro Vive Carajo (AVC). El operativo estuvo a cargo de la Policía, que los llevó al SIC 10 (hoy Regimiento Quito 2), pero luego fueron entregados a los militares y trasladados a  la Escuela de Inteligencia Militar (EIM) en Conocoto.

“Era la primera vez que bajábamos las gradas, al subsuelo, a unas celdas chiquitas... Allí había unos  cuartos donde nos torturaban, nos hacían poner de cuclillas y  si nos movíamos ¡pum!, un patazo, pero  como no decíamos nada nos seguían golpeando. ¡Nos sacaban el aire! A los tres días nos desvistieron para  frotarnos  mentol porque la electricidad sí deja señales”, relata el hombre, quien ya cumplió 61 años.

“Cuando me sacaron pensé que me iban a matar”

“En las dos veces que me arrestaron no hacía nada malo; la primera vez fue paseando y la otra tomando cola, pero  vaya a ver mi récord policial, un montón de cosas y  sin fórmula de juicio. En el tiempo de León (Febres- Cordero) era un pecado ser joven. Yo antes (de permanecer casi tres años encerrado) no tenía miedo a la electricidad, pero  ahora olvídese, ¡Qué miedo me da! Es que me dieron para esta vida y la otra. También me ahogaban. Cuando me desmayaba era feo, soñaba que estaba en una fiesta y a los segundos, cuando  recobraba el sentido, me daba cuenta de que estaba allí... Era bien feo”.

La Fiscalía comprobó la existencia de las celdas clandestinas de tortura en el fuerte militar de ConocotoLuis llegó a Esmeraldas para asistir al II Congreso de AVC en noviembre de 1985 y mientras esperaba la confirmación del sitio de encuentro, junto a Susana Cajas y Javier Jarrín en un comedor local, una brigada militar los detuvo. “Entraron los soldados pidiendo cédulas y  les dimos las que teníamos con otros nombres y nos subieron a un camión. Nos llevaron al cuartel Montúfar de Esmeraldas y me preguntaban quién era Susana  y Javier. En realidad no les conocía, porque usábamos otros nombres para que, en caso de que alguien fuera detenido, la organización pudiera continuar. Las agresiones son inmediatas. Por separado, nos  amarraron las manos y vendaron los ojos, y si pedía algo me pegaban. En la madrugada nos embarcaron en un furgón y cuando llegamos al sitio empecé a bajar unas gradas, allí supe que era el mismo lugar de la primera vez. ¡Otra vez el suplicio!, pensé.

Nos torturaron 15 días, por turnos. Primero Susana, luego Javier y después yo. Luego de que a ellos se los llevaron, me trasladaron del subsuelo al primer piso, a un cuarto con algo de claridad y baño. Abajo si era mortal, un cuarto sin luz y para salir al baño te sacaban encapuchado. Solo escuchaba los gritos e imagino que habían  dos o tres salas de interrogatorios, de torturas, digo. En mi celda, por suerte, había un colchón, pero no cobijas y en las noches hacía tanto frío que pasaba sentado, siempre encapuchado.

No se por qué a mí me retuvieron, supongo que por ser el más antiguo. Total es que 6 meses me sacaron el aire. Mi celda era de dos metros por uno y la ventana estaba pintada por dentro y por fuera, dejaba pasar muy poca luz. Los días los contaba en la mente y me daba cuenta de las fechas por las celebraciones. Cuando era  24 de Mayo o el Día del Ejército los ranchos (comida) eran especiales. Había fritada.

Por los gritos a veces me enteraba de a quién torturaban. Una vez  supe que era el hermano de Marco Troya,  un muchacho que era conscripto. Y cuando llegaron  los de Taura a mí me fueron a botar en otro recinto, más o menos por el Parque de los Recuerdos (norte de Quito). Cuando me sacaron pensé que me iban a matar. Me pusieron esparadrapo en los ojos y más o menos un mes tardaron en interrogarles a los de Taura.

Cuando  me regresaron a Conocoto y me llevaron  al subsuelo, otra vez por esas gradas, sentía una rabia. No comí tres días, ni agua, hasta que al cuarto día me subieron. Luego vino el médico de la unidad, usaba  uniforme, y me revisó. Dijo que estaba bien y continué preso. No sé cómo pasé tanto tiempo. Ahorita pienso, ya razonando, fue durísimo.

Creo que ya había pasado un año y por alguna razón se enteraron de que viajé con otros 17 (AVC) a Libia. Me dijeron que por qué no lo conté antes, fue antes del desayuno, y pensaba a qué hora estos vienen a golpearme. Ya no soportaba otra tortura, ya no avanzaba. Entonces saqué las hojitas de la barbera y corté  una toalla en tiras. Enrollé cada tira e  hice una cuerda. Saqué una tabla de la cama y la puse entre el marco y la puerta. Me amarré la tira al cuello y salté. La tabla se rompió y  caí al suelo. ‘Eso quiere decir que ya no me muero’, pensé, y tampoco vinieron a interrogarme.

Así pasó el tiempo. En los almuerzos comía un poquito; de sopa nada, porque pensaba que me pondrían algo. A veces entraban soldados -siempre encapuchados- y conversaban un poco. Una vez llegó un soldado,  era cristiano, y me dio un curso. Me regaló una Biblia y después parece que le dieron el pase a otro lado. ‘Salado’, dije, pero bueno. Pasaba los días caminando en ese pequeño espacio, ahora me sorprendo de  cómo pasé eso, arreglando el mundo en la cabeza. Fue duro.

Cuando estaban por sacarme, un mayor llegó un día y empezó a conversar. Me preguntó: ¿Si te soltamos  irás a los derechos humanos? Yo les contestaba que sí. Luego me sacaban a tomar el Sol -supongo que estaba bien pálido-, con los ojos vendados  y me daban de comer cuatro veces al día. Una buena noche me dieron un calentador (ropa deportiva), me amarraron y salimos. Llegamos a Ibarra en la madrugada y  virando la esquina de la casa de mi mamá me bajaron del carro. Me pusieron pesos (colombianos) en el bolsillo. Salí caminando y cuando viré la esquina corrí pensando que me iban a matar. Llegué a la puerta de la casa,  golpeé y mi mamá preguntó ¿Quién es? ‘Soy yo, Luis’, le dije, pero no hallaba rápido las llaves. ¡Que desesperación! Cuando abrió la puerta la abracé y conversamos. Le pregunté por mi hermano que era militar y ahí supe que había muerto.

Los militares le dijeron que  una noche,  en La Ronda (centro de Quito),  lo  golpearon  y  que se  ahogó  con su propio vómito. Él fue una vez a donde yo estaba preso y  por atrás de la puerta  me preguntó si  estaba bien. Le dije que sí. Mi hermano era cabo y trabajaba en La Recoleta (Ministerio de Defensa) en  comunicaciones. Cuando mi hermano hacía los cursos para  soldado  le daban libros y yo los tomaba para la organización. Cometí el error de no borrar su nombre de las pastas de los textos y sospecho que, a lo mejor, se confundieron y pensaron que también estaba involucrado.

De los que me torturaban solo me aprendí un nombre: sargento Monroy. Él venía y ¡pum - pum! ‘Con que no quieres hablar’, decía, y me pegaba. De los otros no sabía nada, siempre entraban con capuchas. Por eso solo recuerdo que Monroy tenía  ojos azules.

Después de que me liberaron no salí de la casa por seis meses. Luego, poco a poco, salí  a la calle -siempre acompañado- hasta que decidí ya sobreponerme y buscar trabajo. Ese fue otro problema por el récord policial. Tuve que pagarle a un  policía para conseguir el récord limpio y presentarlo. Solo duraba tres meses, así que cuando en el trabajo me pidieron actualizarlo  ya no lo hice porque  tenía miedo”.

“El objetivo es que se cumpla el ‘Nunca más’”

Aunque han pasado casi tres décadas, Luis mantiene frescos los recuerdos. Su semblante es sereno y conserva la mirada  firme. La primera vez que revivió el hecho  fue ante la Comisión de la Verdad conformada en 2007 por disposición del presidente Rafael Correa para investigar los delitos de lesa humanidad cometidos entre 1984 y 2008.

Pronto la Fiscalía lo visitó en su casa, en Ibarra, para recoger su testimonio, y recuerda que el llanto fue incontrolable, más aún cuando escuchó de su madre todo lo que afrontó con el fin de encontrarlo. Es que la Policía y los militares negaban su detención e, incluso, afirmaron que no existía ningún ciudadano ecuatoriano inscrito con ese nombre. A su hijo lo borraron.

“Tengo confianza en este Gobierno, en la justicia, y hay que agradecerle, porque antes nadie tuvo la voluntad de hacerlo: 10 altos oficiales están llamados a juicio, eso es importante”, asegura Luis, quien se quiebra al pensar en la posibilidad de volver a las mazmorras, donde lo torturaron hasta mediados de 1988. “La Fiscalía me pidió ir para reconocer las celdas donde estuve, pero  no quise. Solo vi el video del sitio donde estuvimos y  se me  hizo feo. Es horrible. Ya no quiero llorar”, cuenta con la  voz entrecortada.

- ¿Qué espera del juicio que inició ayer, que sienta un precedente en Ecuador? “Esta es una prueba para la justicia, para ver si realmente ha cambiado. Confío en que hayamos avanzado, por lo menos estos generales tienen que pagar lo que han hecho y que la Fiscalía ha verificado. Son delitos de lesa humanidad, pues el gobierno de esa época formó un equipo para acabar con un grupo humano como era AVC. Ahorita lo duro es   que estamos iniciando este proceso y todo depende de cómo nos vaya. El objetivo es que se cumpla el ‘Nunca más’, porque esto de investigar, enjuiciar y castigar, conjuntamente con la reparación, son los elementos fundamentales para que estos hechos no vuelvan a ocurrir. Si solo se judicializa y no se repara, no habrá justicia. No estoy arrepentido de haber pertenecido al grupo, sabíamos a lo que nos metíamos, pero lo que no sabíamos es que era duro. Cuando uno se inicia solo piensa en ganar, pero al hacer el camino se  enfrenta los problemas”.

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