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El silencio de la población mantiene impunes a los coyotes de El Tambo

Las familias de los jóvenes que murieron en el aeropuerto de Guayaquil solo guardan silencio.
Las familias de los jóvenes que murieron en el aeropuerto de Guayaquil solo guardan silencio.
Foto: César Muñoz / El Telégrafo
31 de agosto de 2018 - 00:00 - Karla Naranjo Álvarez

El secreto permanece. El hermetismo en las heladas comunidades del cantón El Tambo, en la provincia de Cañar, dificulta las investigaciones acerca del tráfico ilegal de migrantes.

Los nombres o alias de los “coyoteros” no salen de las pobres y distanciadas casas en las montañas coloridas por las plantaciones.

Marco Vinicio y Luis Manuel vivían en Cachi, una de las 13 comunidades del cantón, a 2.983 metros sobre el nivel del mar. Eran primos, pero crecieron como hermanos; siempre iban juntos a todos lados y así fue hasta el último día de su vida, el 26 de febrero de este año.

Ambos cayeron de un avión de la compañía Latam que despegó del aeropuerto José Joaquín de Olmedo, en Guayaquil. Ellos pretendían llegar a Estados Unidos ocultos en el tren de aterrizaje.

Marco creció en una minúscula casa de dos ambientes, levantada con caña y lodo, junto a un riachuelo con piedras y desperdicios.

Entre el arroyo y la vivienda crecen papas, zanahorias, beteravas, lechugas, frijoles, cebada, maíz, entre otras legumbres y tubérculos. Además descansan ovejas, cerdos y perros.

El joven, de 17 años, estudiaba en la noche y en las mañanas ayudaba a su madre, Ana Pichizaca, a sembrar y cosechar los productos de su huerto para venderlos en los cantones El Tambo y Cañar. De ahí obtenían el dinero para comprar más alimentos y cubrir otros gastos.

Marco sembró sus últimas semillas de maíz en febrero pasado, días antes de perder la vida en la arriesgada aventura.

Siete meses después, en septiembre, será su hermano menor, Álex, quien recogerá los frutos. El adolescente, de 15 años, asumió parte de las responsabilidades de Marco.

Ana comenta que tuvo seis hijos y ya perdió a uno, al penúltimo. A todos los crió sola.

El papá de Marco, por ejemplo, desapareció cuando se enteró de que ella estaba embarazada, no le dio el apellido y menos ayudó a mantenerlo. Sin embargo, el chico no le guardaba rencor, más bien le apenaba saber que era un alcohólico.

Papá adolescente

Esta experiencia dejó huellas en el joven que se había convertido en papá de una niña. “Él estaba contento, quería hacerse cargo de su hija. La mamá de la bebé se fue a Estados Unidos poco después de parir y también se iba a llevar a mi nieta”, cuenta Ana, quien no habla claro el español, pues diariamente se comunica con sus familiares en quichua.

Ella no sabe leer ni escribir y cuando no tiene qué vender pide caridad por las calles. “No me importa recibir así sea cinco centavos”.

La mujer asegura que su hijo nunca le dijo que quería viajar a Estados Unidos y que simplemente un domingo no regresó a casa.
“Se fue junto a su primo Luis Manuel sin decirle nada a nadie. No dejaron una carta, no le comentaron nada a sus amigos. Nadie sabía nada y hasta ahora no sabemos nada”, afirma Ana.

La progenitora guarda en su dormitorio la única foto impresa y enmarcada que tiene de Marco. Ahí veían programas en una vieja y pequeña televisión.

El cuarto tiene prendas de vestir regadas por doquier. En las paredes hay colgadas decenas de polleras (faldas de uso diario en la comunidad). Junto a este espacio está el sitio donde dormía Marco, también desordenado.

En la puerta y en un muro de la casa está escrita la palabra “emo”, una especie de tribu urbana que nació de un género musical derivado del post-hardcore y cuyos seguidores son considerados una generación triste.

Quienes se sienten identificados con este grupo visten de colores oscuros y se peinan cubriendo parte del rostro con un flequillo. Así luce Marco en la fotografía que su mamá abraza. Ella no sabe quién la imprimió y la puso sobre el féretro el día del velatorio.

Álex dice que su hermano le hace falta y que no tiene con quién jugar fútbol, que su madre pasa triste. Dice que Marco casi no conocía Guayaquil, que las pocas veces que viajó era para ver a familiares en la terminal aérea.

Mientras él recuerda a su hermano juega con una cadena plateada, envolviéndola en sus manos. En su piel tiene tatuados con tinta negra una estrella, un número, una letra y otros dibujos indescifrables.

Una niña, de unos cuatro años pasa, junto a Álex, cargando leña en su espalda. Uno de los palos usa como bastón. “Aquí trabajamos desde niños”, dice Álex.

Ana Pichizaca sostiene la foto de su hijo Marco. En las paredes de su cuarto hay docenas de polleras que viste a diario.Ana Pichizaca sostiene la foto de su hijo Marco. En las paredes de su cuarto hay docenas de polleras que viste a diario. Foto: César Muñoz / El Telégrafo

Un hogar con violencia

A 300 metros de distancia habitaba Luis Manuel, de 16 años. Su madre, María Antonia, camina custodiada por sus tres perros “Moroponcho”, “Pinina” y “Osomelo”.

“Pinina” cae al riachuelo que pasa por la localidad y ella baja sin temor por la húmeda tierra para rescatarla. Las mascotas son sus compañeras y le quitan un poco la tristeza de haber perdido al menor de sus hijos, el único que aún vivía con ella.

María Antonia repite lo mismo que la madre de Marco. “No sabemos nada. Ellos se fueron sin decirle a nadie, calladitos se fueron”. Cuando se la cuestiona si quiere que detengan a la o las personas que lo convencieron de viajar, ella responde, no”.

Cuenta que Luis Manuel le daba el dinero de lo que trabajaba, además era su defensor. Su marido también tiene problemas con el consumo de licor y cuando llegaba borracho la violentaba física y sicológicamente.

“No le estarás pegando a mi mamá”, le decía Luis a su padre. “Ahora ya no me pega. Cuando se emborracha anda llorando por nuestro hijo”, menciona María Antonia.

María Antonia cuenta, sentada sobre una piedra de la comunidad Cachi, cómo era su hijo Luis Manuel.María Antonia cuenta, sentada sobre una piedra de la comunidad Cachi, cómo era su hijo Luis Manuel. Foto: César Muñoz / El Telégrafo

Eran muy reservados

Luis y Marco estudiaban en la jornada nocturna en el colegio nacional El Tambo.

Nube Chogllo, rectora de la institución, cuenta que eran tranquilos, callados, reservados, como melancólicos y tristes. “No como los demás chicos que son explosivos, conversones, molestosos”.

En las aulas cuando les preguntaban algo respondían con monosílabos: sí o no.

“Alguna vez, trabajando en el departamento de Consejería Estudiantil (DECE), conversé con ellos para recopilar datos, pero decían: para qué, por qué, qué tiene que ver mi mamá con eso”.

Ella recuerda que, a uno de ellos, hace más de un año, le dijo que estudiara, que se esforzara más y “uno, más en broma que en serio, me respondió: para qué si me voy a ir a las ‘uniteds’”.

La rectora dice que nunca conoció a los padres de los jóvenes. “Una vez vino la mamá, una señora muy pobre y sin educación. Ella decía que no podía ayudarlos porque no era estudiada”.

Precisó que tras el hecho se realizaron círculos restaurativos con los compañeros de los estudiantes. Y regularmente se llevan a cabo charlas o se muestran videos con testimonios de personas para evitar que los chicos se arriesguen a viajar ilegalmente.

Chogllo indica que cuando se conoce que un estudiante viajará de manera irregular se asienta una denuncia en la Junta de Protección de Derechos o en la Junta Cantonal de la Niñez y Adolescencia. “Cuarenta alumnos migraron en el período 2014-2015. Esa fue la cifra que tuvimos”. (I)

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