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El Telégrafo
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Los astilleros retan al paso del tiempo

El río Babahoyo es una de las vías de comunicación entre poblaciones asentadas en la cuenca baja del Guayas, aunque la navegación ha disminuido a causa de las vías terrestres.
El río Babahoyo es una de las vías de comunicación entre poblaciones asentadas en la cuenca baja del Guayas, aunque la navegación ha disminuido a causa de las vías terrestres.
Fotos: Karly Torres / ET
25 de agosto de 2019 - 00:00 - Redacción Intercultural

Hubo un tiempo, hasta hace tres décadas por lo menos, en que el río Babahoyo era la principal vía de comunicación entre las poblaciones asentadas en sus riberas. Por allí fluía el comercio interno y era el termómetro del desarrollo de las parroquias.

Poblaciones como Samborondón (Guayas) eran referentes de la navegación fluvial en la cuenca baja del Guayas. Los habitantes ribereños, a más de la agricultura y la ganadería, vieron en la construcción de embarcaciones un medio de sustento.

Crónicas recopiladas por el Municipio de Samborondón refieren que los primeros astilleros en la localidad datan de la Colonia; en esos territorios se formaron aquellos hombres que laboraban la madera para convertirla en embarcaciones.

Abel Briones muestra una pequeña canoa que vende como juguete.

Como en esta zona abundaban los ríos y esteros y por ser una zona baja que se inundaba con facilidad durante la estación lluviosa, el comercio se hacía mediante canoas.

Por eso, ser astilleros de río era una de las actividades a la que se dedicaban hábiles artesanos.

Samborondón, hasta finales del siglo pasado, era un punto neurálgico de comercio con poblaciones como La Victoria, Las Palmas, la hacienda La Clementina, Durán, Guayaquil, recintos Los Ángeles, zonas de Yaguachi recintos del cantón Yaguachi; además de Pimocha, Baba y Babahoyo (Los Ríos).

A mediados del siglo XX las canoas fueron provistas de motores fuera de borda; no solo se transportaba carga en ellas sino también pasajeros; en otros casos se las usaba para la pesca.

Pero esos momentos están amenazados en quedar para el recuerdo, según Leoncio Rodríguez, uno de los pocos artesanos de canoas en Samborondón.

Siente nostalgia al ver cómo el río, lentamente pierde su importancia; recuerda que el oficio lo aprendió de su padre. “Antes las hacíamos con las herramientas de un carpintero de ese entonces, a veces nos demorábamos tres meses”, rememora.

Ahora se utilizan herramientas eléctricas; por eso una embarcación puede estar lista en tres semanas. Él posee un pequeño taller a las riberas del río Babahoyo, en el que emplea dos operarios.

Un poco más adentro del cantón, en la esquina de las calles 24 de Mayo y La Paz existe el depósito de madera D’Anita. Allí, Marcos Rodríguez Crespo (43 años) se afana en terminar una canoa.

“Este oficio lo heredé de mi padre; aprendí a hacer canoas a los ocho años. En ese entonces había trabajo todos los días, casi no teníamos descanso”, recuerda.

La poca demanda de canoas obliga a los artesanos a elaborar réplicas.

Interrumpe la charla. Toma un cepillo para alisar el casco de la embarcación; a pocos metros sobre un fogón calienta un recipiente con brea, con la que recubrirá las rendijas de la nave y luego clavará delgadas láminas de aluminio.

Coincide con Leoncio Rodríguez en que el oficio de astillero de río está en peligro. Aduce que con las carreteras y caminos vecinales la razón de que gente de recintos y haciendas ya no usan canoas habitualmente.

En la acera de enfrente, otro carpintero de río permanece sentado afuera de su local. Se trata de Abel Briones Rodríguez, de 81 años. “Me envejecí con este trabajo, crié a mis 11 hijos, pero ninguno sigue con esta tradición, porque ya no es negocio”, se lamenta.

Para subsistir elabora réplicas de canoas de diferentes tamaños, como juguetes. Las vende según el tamaño, desde $ 20 a $ 60.

Estos artesanos sostienen que de septiembre a enero el oficio se revitaliza, por las lluvias; aprovechan para tener listas las canoas que pueden costar $ 200.
A esto se suma que la madera escasea; “usamos madera de guachapelí, que la traemos de Balzar”, dice Marcos Rodríguez.

En el muelle de la cabecera cantonal, apenas cinco pasajeros se suben a una canoa con capacidad para diez personas; en medio de otras tres embarcaciones vacías. (I) 


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