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Los ecuatorianos no hemos perdido las formas transculturales de celebrar o lamentar un hecho.
Hoy, por ejemplo, nos reuniremos a la medianoche con nuestros familiares para quemar simbólicamente todo lo que nos amenaza, nos hace daño, o nos trae malos recuerdos.
No es un acto de hechicería; es apenas un ajuste de cuentas con ciertos aspectos de la vida; una ceremonia de purificación y el punto final de esa parte de nuestra existencia que se reconstruye sin mirar atrás, en homenaje al presente y al futuro.
Que los ecuatorianos somos sensibleros, dicen; nos califican de gente sencilla con alma pasillera que sufre por los de su entorno y por los 700.000 hijos, hermanos, familiares y amigos que prefirieron el autoexilio a vivir el impacto de la debacle financiera ocurrida entre el 98-99.
Y se fueron sin olvidar que el gobernante de turno nos convenció de que “sabía cómo hacerlo” para terminar con el mal reparto de la riqueza.
Pero el submarino de la economía dibujado por el Jefe de Estado se hundió y el ambiente de inestabilidad política que sobrevino al colapso puso a prueba nuestra resistencia, y fue como si una maldición gitana hubiera caído sobre nosotros: el fenómeno El Niño, la caída de los precios del petróleo, un feriado bancario en el que se congelaron las cuentas de depósitos para evitar la fuga de todo el dinero, el cierre y transferencia al Estado de más de la mitad de los bancos privados, y la dolarización a un cambio de veinticinco mil sucres por unidad que redujo los sueldos a cuatro dólares. Desde entonces se agudizaron aún más los problemas y nuestros migrantes lo están pasando muy mal en Europa.
Algunos que regresaron este año ven la economía de su país restablecida y analizan quedarse, pues, como advierte la canción de Alejandro Lerner, “Pasa la vida y el tiempo no se queda quieto, llega el silencio y el frío con la soledad. En qué lugar anidaré mis sueños nuevos y quién me dará una mano, cuando quiera despertar… Volver a empezar, volver a intentar, que aún no termina el juego…”.