Uno de los rezagos de la gestión política de la llamada partidocracia es la feria de frecuencias. Por esa vía, como se ha dicho de mil modos, algunos políticos entraban de diputados al Congreso y salían de radiodifusores. Y las emisoras pasaron a ser un botín apetecido por dirigentes políticos que con ello garantizaban impunidad para su gestión y defensa pública con cortina de prensa independiente.

Eso que para las nuevas generaciones parecería un cuento extraño y lejano, todavía no ha sido resuelto del todo. Aún no se ponen en práctica las recomendaciones de la auditoría de frecuencias que se propuso y se concretó en el año 2007. Ahí, entre otras cosas, se reveló que varias emisoras funcionaban como mero negocio y no para lo que fueron adquiridas: para servicio público. Además, los supuestos concesionarios en realidad eran membretes de corporaciones económicas y/o políticas que vendían y arrendaban las frecuencias a su antojo. Y por lo mismo se exigió la reversión de las concesiones, porque no hay que olvidar que el espacio radioeléctrico es de patrimonio del Estado.

Estos días hemos visto que se cierran emisoras, no necesariamente por lo que dispuso la auditoría, sino porque  no cumplen con ciertas obligaciones. Y así debe ser, no ahora: siempre. Sin contemplación ni discriminación. Sin embargo, Fundamedios, convertida en paladín de causas mediáticas, sin legitimidad ni potestad legal, ha dicho que esos cierres obedecen a la intención de acallar a emisoras críticas con el Gobierno.

Sin pruebas, dice cualquier cosa, pero de lo que no habla es de la auditoría de frecuencias, porque ahí posiblemente entren quienes ahora aplauden a esta ONG financiada desde el exterior y por los banqueros. El tema de las frecuencias obliga a actualizar esa auditoría y saber hasta dónde valió la pena hacerla y por qué no se aplican todas sus recomendaciones.