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El Telégrafo
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Recital inolvidable del exbeatle

Paul, o por qué morir en paz (Video)

Paul, o por qué morir en paz (Video)
18 de julio de 2014 - 00:00 - Sebastián Vallejo

Nueva York

Todo comenzó en un respetuoso caos ajeno a nuestras latitudes tropicales. Era la gente de Upstate New York amontonándose para ingresar por una de las reducidas entradas al Times Union Center de Albany. Caótico, sí, pero con una pulcritud y actitud civilizada que hace honor a la tradición protestante y caucásica de los herederos del Imperio. Nadie se cruzaba, nadie se empujaba, nadie se atravesaba. Pensándolo bien, nadie en realidad se tocaba. Y en esa marea de melenas rubias y cuellos rojos, su servidor, tratando de esconder las provisiones de la maleta para poder entrar al concierto.

En el caos, la familiaridad. Era una masiva reunión de graduados: promoción 1975. Toda esta gente aleatoria se conocía de nombre, sobrenombre o espaldarazo. La señora con el cartel “It’s getting better” saludaba con la mano a la pareja que llevaba una camiseta harto vieja de The Wings. Es Albany, población 97.000. A pesar de que solo el 57% de la población es blanca, en las afueras, en los pasillos de entrada, en las sillas, ni la familia con la camiseta de la selección de Costa Rica hablaba español (ni ebonics).

Después de un año de vivir conmutando entre el Bronx y Manhattan, finalmente me sentí parte de la minoría. Me sentí particularmente nervioso entre tanta gente blanca.

Estábamos, pues, en la antesala de oír rugir al Olimpo. La historia en una tarima. Un tipo frente a una computadora en el escenario mezclaba canciones de los Beatles sintetizadas con beats que armonizaban con las pantallas laterales por donde se desplazaba una especie de collage vivo en el que se mostraba la historia de Paul McCartney, desde los Beatles, pasando por la sicodelia, los años perdidos de Give My Regards to Broad Street, terminando en algunos destellos de su último álbum, New. Un espectáculo precioso. Los que estaban más preocupados por ver a su alrededor se percatarían de que la demografía del lugar se dividía ampliamente entre abuelos en camiseta y jean, y jóvenes cuyos padres permitieron que acompañasen a sus abuelos. Esta introducción como un mecanismo de defensa ante el frío espasmo que sentía cada vez que pensaba que Paul McCartney cantaría en vivo.

VIDEO

Eight Days a Week. Esos primeros acordes, sin preámbulo, sin anestesia, sin nada, me estremecieron hasta perder casi el sentido. 72 años y recuperado de una enfermedad, Paul McCartney se plantaba en mitad del escenario disfrutando cada nota. Hay alguien a quien le debe estar quitando los años, algún culto vudú compartido con Fidel Castro, porque es una superestrella. Eso, o verdaderamente la marihuana es siempre medicinal. Ese hombre es energía pura. La voz mantiene ese timbre de leyenda. Justificados los gritos de Beatlemania (a lo que McCartney respondió: “No me hagan esto. Esos días ya pasaron”. Cuando el resto del coliseo respondió al unísono con otro grito agregó: “Oh, a lo mejor no han pasado todavía”, satisfacción pura en su cara). Lo genial de revivir la historia de la música de la boca de su autor, es que McCartney ha sido capaz de amar su pasado, aceptar y disfrutar de lo que fueron los Beatles, y no avergonzarse por saber que nunca nadie, ni él mismo en su genialidad, podrá llegar a ser lo que los 4 de Liverpool llegaron a ser.

“Claro, uno comienza a cantar una canción de los Beatles y ahí sí sacan sus celulares”, dijo en cierto punto del concierto. Un solo en la guitarra eléctrica en Paperback Writer que derritió más de una cara. Escuchar las joyas de Sgt. Pepper como Lovely Rita y Being for the Benefit of Mr. Kite, complementadas por un espectáculo sicodélico en las pantallas gigantes es surreal. Y así, sin más, una transición a los sonidos más de jazz de sus últimos años, se sentó frente al piano de cola para entonar My Valentine. Más de una vez me pregunté qué hace Paul en un coliseo para menos de 20.000 personas. Un dios de la música y un icono de la cultura moderna, un tipo que ha hecho corear a cientos de miles en el Maracaná, clavándose un concierto a todo madres en Albany, la capital menos reconocida desde Canberra. Ayuda que las entradas se hayan agotado en 25 minutos. Eso es motivación.

Después de We Can Work It Out, Another Day y And I Love Her, una década en la historia de la música, McCartney se para en una plataforma, bañado en nueva tenue luz mientras comienza a cantar Blackbird y la plataforma se eleva unos cinco metros para mostrar una pantalla desde donde nace una flor. En ese momento, a una hora de iniciado el concierto, hubiera podido tomar mis bártulos, irme, y ser feliz el resto de mi vida. Pero para morir en paz, faltaba todavía más.   

Durante las más de tres horas de concierto (y es que el tipo es inagotable), no faltaron las anécdotas. Esa historia de Jimmy Hendrix, en medio de un concierto, pidiéndole a Eric Clapton que estaba en el público, que le afine la guitarra. O aquella de cuando Paul tocó en la Plaza Roja en Moscú y altos oficiales del gobierno lo fueron a saludar, comentándole cómo aprendieron inglés escuchando a los Beatles. También estuvo lleno de dedicaciones, una para su esposa Linda, otra para Ringo. Something, dedicada a la memoria de George Harrison, mientras la tocaba con un ukelele que este le había regalado. O un emotivo Here Today, sobre esa conversación que nunca tuvo con John Lennon.

El clímax del concierto debió llegar hacia el final del primer set, cuando McCartney, en el piano, entonó Live and Let Die. “Say live and let die / Live and let die…” y la pirotecnia del escenario explotó en llamaradas de fuego, seguidas por láser que atravesaban el humo. Qué momento para estar vivo (si sobreviviste a la sorpresa de las explosiones). Con la adrenalina corriendo fuerte, tambaleándose hasta el centro del escenario, tomó de nuevo su guitarra y cerró con Hey Jude.

Hacia el final de su segunda salida, una pareja fue invitada al escenario. Ella llevaba un cartel que decía: “No se casará conmigo hasta que te conozca”. Él llevaba uno que decía: “Tengo el anillo y  64 años”. Frente a todo el mundo, el tipo medio cantó When I’m Sixty-four, acompañado por McCartney y el resto de la banda, para luego arrodillarse y proponerle matrimonio a la pareja. Ella aceptó.  

Era el momento justo para una canción de amor. Un solo guitarrazo y la gente enloqueció con Helter Skelter, puro rock and roll, puro Beatles, puro Paul. Es increíble pensar que él es el mismo que compuso Yesterday. La garganta de narrador murió al minuto seis de la canción. Faltaban tres más.     

Ya sin nada más que demostrar, cerró el concierto (después de salir con la bandera de Inglaterra y su excolonia de ultramar por el escenario) con un medley que terminó con The End. Como debe ser. En este punto, después de rendir a todo un público a sus pies, a cuatro generaciones, a la historia de la música misma, nada es más válido: “And in the end, the love you take / Is equal to the love you make”. Papelitos por el aire. Ovaciones. Telón.   

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