Ecuador, 20 de Abril de 2024
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El Telégrafo
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La ciudad se queda a ciegas

La Columna de los Próceres está atrincherada por un montón de madera. Se ha convertido en una mala réplica del cuadro en el que Frida Kahlo intenta estar de pie, a pesar de los dolores de columna. El orden municipal quiere proteger una construcción con la que hace casi 100 años se celebró el primer centenario de Independencia de la ciudad.

Ahora, a punto de cumplir dos siglos de la misma fecha, los monumentos que se levantan se piensan con las mismas lógicas de progreso que en el pasado: unir rutas; la diferencia es que esta vez parece un evento futurista. El transporte finalmente correrá por los aires, como en los dibujos animados noventeros Los Supersónicos.

El atrincheramiento sirve para salvar la columna de los riesgos de la construcción de un sistema de transporte aéreo que unirá el centro de Guayaquil con Durán. Las trabajos de construcción tienen a la av. Quito cerrada en la ruta que la aproxima al Cementerio General. A las 19:00 de un lunes, en medio de un tráfico en el que no sirve llevar uniformes para controlarlo, al cruzar el Bulevar 9 de Octubre y llegar a esa arteria que atraviesa la ciudad de sur a norte que es la Quito, se apaga todo.

La columna se convierte en un espectro de fondo. Solo quedan titilando los semáforos en rojo. En Ensayo sobre la ceguera, la novela del portugués y premio Nobel José Saramago, un hombre parado ante un semáforo en rojo se queda ciego súbitamente. Así empieza la ceguera blanca que sacude a una ciudad, la lleva al claustro de la convivencia entre gente que no eligió estar junta, donde todo falta y con ello se exacerba lo más temible de la raza humana.

Cuando más gente hay en los bajos de la Casa de la Cultura es a esta hora, que quienes cruzan la ciudad a diario esperan un taxi para volver a casa. “Durán, Duráán, Durááán”, gritan los promotores de un negocio de carros que rodea el monumento de la Independencia mientras el centro de la ciudad se ha quedado sin energía eléctrica.

Los comerciantes de frutas en carretas usan su voz como motor del negocio y ejercitan el regateo con transeúntes que prefieren comer salchipapas bañadas en mayonesa. En las calles intermedias la luz roja ha desaparecido. La reemplaza una oscuridad profunda, perturbada por la velocidad de los buses urbanos en la Rumichaca. Los conductores de vehículos que van hacia el malecón, para cruzar tienen que aprovechar la velocidad de sus motores y el acelerador. Ser peatón es peligroso en la ceguera. A la altura de Pedro Carbo un hombre de barba larga y canosa, de unos 70 años lleva un cartel con letras mal dibujadas en rojo.

Aprovecha la luz artificial de los bancos a sus espaldas, cuando la ciudad parece caminar con torpeza de su delantera, y a los fieles que salen de la iglesia La Merced, a quienes ni la falta de energía eléctrica les impide visitar a sus santos. El hombre dice que necesita ayuda económica, que está enfermo y que unas cuantas medicinas lo salvarán. En medio de la oscuridad y el tránsito que se ha vuelto anárquico, sin luz ni vigilantes, se ve un plato de comida y un guineo. El hombre que necesita ayuda tal vez intenta guardar su merienda sobre la estructura de un tacho de basura.

Entonces, un adolescente en harapos cruza la calle mientras el hombre de barba detiene el tránsito con su cartel y se percata de lo sola que está esa tarrina con comida y el guineo. Sonríe, lo toma para sí, lo huele y mira los bordes de la tarrina como esperando encontrarse con alguna dedicatoria. Encontrar una tarrina de comida cuando todo está a oscuras y se tiene el hambre acumulada de días parece una señal de fortuna.

El chico se va antes de que su dueño dé la vuelta y caiga en cuenta de que no recogió ni un centavo y que ahora tampoco tendrá qué merendar. La luz vuelve después de media hora de caos. La ciudad no se ha quedado a ciegas. (I)

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