La cara nocturna de la urbe descubre lo que el día oculta
Un viento fresco, casi frío, recorre la urbe porteña. Parece el anuncio del final de la calurosa y húmeda estación lluviosa, para dar paso al verano tropical.
Es de noche, casi las 22:00 y a lo largo del bulevar Nueve de Octubre, los pocos restaurantes y locales de comidas empiezan a cerrar sus puertas. Por las veredas y a paso ligero, decenas de transeúntes se movilizan a sus domicilios, la mayoría abstraídos en sus pensamientos sin reparar en lo que ocurre a su alrededor.
Y es en ese alrededor en donde se observan escenas que, tal vez por indiferencia o individualismo, ya se han vuelto cotidianas en pleno corazón de la ciudad. Son prácticamente parte de aquel paisaje que nos ofrece el Guayaquil nocturno; inocultable, pero que no se quiere ver.
Sus portales lucen abarrotados de indigentes. No hay edad ni género: adultos mayores, jóvenes, niños, incluso pequeñas familias, que quizá, luego de todo un día de deambular por las calles, se cobijan agazapados entre sí y cubiertos apenas con raídas y sucias sábanas.
Es una indiferencia que llama la atención, por momentos sobrecoge. No se trata de uno o dos portales, sino en al menos tres o cuatro cuadras enteras. Allí están ellos, se hacen visibles, pero para los transeúntes no lo son.
Unas cuadras más adelante, al llegar a la calle Lorenzo de Garaicoa (también conocida como Santa Elena), por las esquinas se asoman arrimadas a las columnas de los edificios damas de toda edad que ofrecen su servicio personal a algún curioso peatón.
Sus vestidos ceñidos al cuerpo o sus shorts jeans son parte de su indumentaria para atraer las miradas.
Al frente, en los exteriores del semioscuro y cerrado parque Centenario, otro grupo de damas de igual oficio camina de un lado a otro. Es apenas un fragmento del escenario completo de la céntrica ciudad, porque más allá, hacia el oeste, el desfile de señoritas e indigentes continúa... (I)