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Ecuador, 28 de Marzo de 2024
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El Telégrafo
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Un barbitúrico como “abuso de confianza”

Una banda de mujeres opera en la parte de la calle Lizardo García que cruza el corazón del barrio La Mariscal. Se meten a bares en busca de borrachos distraídos a quienes puedan juntarse, los adormecen poniéndoles barbitúricos —ya no escopolamina— en lo que estén bebiendo. La sustancia hace que pierdan la voluntad y la noción del tiempo. Empiezan a balbucear y a cumplir órdenes hasta que se duermen. Pero no solo les roban ahí —celulares, dinero, ropa— sino también en sus autos y casas si llegan hasta allá.

Los karaokes y cantinas de la zona son lugares de tránsito en que los meseros suelen identificar a la clientela o al menos vigilarla mientras se embriaga. Reconocen a los asiduos y detectan comportamientos extraños. Sabían que las tres chicas que se sentaron junto a mi mesa el 22 de febrero eran de una banda, y que ya había adormecido a una persona hace un par de semanas. “Andan en dos grupos”, me dijo una mesera en los días siguientes. “No dejamos que vengan solo a sentarse, tienen que comprar, y lo que hagan después ya su problema ”.

En los locales debe haber cámaras que registren ingresos y salidas, por ley. En el de Lizardo y Reina Victoria hay cámaras funcionando, pero sus contenidos solo los develan los propietarios si hay una orden judicial y los videos se borran nueve o diez días de grabados. La mayoría de víctimas, varones principalmente, no denuncian por culpa o miedo a represalias. Luego de los robos, una parte de la banda llega en auto para llevarse el botín y a quienes lo consiguieron.

El día del robo, tres antes de poner la denuncia, clausuraron el bar en que se acercó Jackeline —se presentó con ese nombre, que debe ser falso—, tiene 22 años —dijo— y llevaba el pelo largo teñido. No recuerdo mucho, pero la clausura se dio porque el bar había sobrepasado abierto la hora zanahoria y dejado entrar a menores de edad. Entre ellos, quizás ella, pensé  después, ya que no mostró la cédula cuando un guardia se la pidió.

Con las primera luz del sol, y en la casa de un amigo en la cual caímos como bultos, se llevaron electrodomésticos y ropa. Los policías que llegaron se mostraron tan poco sorprendidos como los meseros del bar. Uno dejó que la denuncia que debíamos presentar era “por abuso de confianza”, un delirio que aún no me creo y que ahora que lo recuerdo me parece risible. (I)

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