Cae la tarde en Guayaquil. Desde el bulevar, hacia el oeste, el sol lentamente se oculta por el horizonte dejando sus últimas estelas en el cielo, mientras por la arteria principal se torna frenético el ir y venir de la gente que sale de sus trabajos.

Los luces pálidas de los faroles del parque Centenario se encienden, mientras sus asiduos ocupantes emprenden su retirada: los fotógrafos con sus cámaras antiguas, los vendedores de agua, los músicos con sus guitarras que se instalan en las bancas...

De repente, otro grupo humano emerge en el lugar, aunque ya no ingresa al parque: en grupos dispersos los recicladores de envases plásticos caminan por el perímetro en busca de una botella vacía para guardarla en sacos de yute o en grandes fundas negras. Casi todos los días, al caer la tarde aprovechan ese momento, luego de haber caminado por otros puntos de la urbe para llenar las bolsas con los recipientes, que luego los venderán a algún centro de acopio.

Es el caso de Pedro (no quiere decir su apellido) que ha hecho de esta actividad su medio de subsistencia. Procura llenar el saco con la mayor cantidad de botellas plásticas. Hurga en los rincones, veredas y hasta en los tachos de basura.

Si logro al menos cuatro kilos me gano $ 3, comenta sin detenerse en su labor. Esa actividad la cumple desde hace un año, pues en la fábrica donde trabajaba como operario decidió prescindir de sus servicios. Desde entonces no consigue otro trabajo.

En la breve conversación afirma que la actividad no es sencilla. Ha sufrido cortes al buscar entre la basura, además de que “la competencia es fuerte”, pues otros recicladores han “marcado territorio” en ciertos sectores de la ciudad.

Constata que su saco está lleno. Dice que luego de siete horas de larga caminata ha cumplido su tarea. Observa sus zapatos de lona gastados y comenta entre risas: es hora de comprar otros ¿no cree?. Y se aleja a paso lento mientras la noche se apodera de la urbe. (I)