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El Telégrafo
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Un solo respiro para recorrer el fondo del mar

En 2011 un turista colombiano decidió donar una escultura de un Cristo para que llegaran más turistas a explorar los arrecifes de la costa de Ayangue. El año pasado sacaron la imagen para que recibiera mantenimiento.
En 2011 un turista colombiano decidió donar una escultura de un Cristo para que llegaran más turistas a explorar los arrecifes de la costa de Ayangue. El año pasado sacaron la imagen para que recibiera mantenimiento.
Fotos: Cortesía de Juan Roldán
08 de abril de 2018 - 00:00 - Jessica Zambrano Alvarado

Todos los días salen de la playa de Ayangue buzos, hombres vestidos de negro, con trajes de neopreno, un caucho sintético que los protege de la profundidad helada del mar. En la mayoría de los casos cargan con tanques de oxígeno que les permiten respirar durante más de 40 minutos bajo el agua, mientras nadan entre arrecifes, como si fueran peces.

Desde hace cinco años, más o menos, las exploraciones mar adentro han aumentado luego de que la comunidad creara dos nuevos puntos para el recorrido. La primera es la imagen de un Cristo con las manos levantadas y la segunda un barco hundido.

Al entrar en las arenas de Ayangue hay cabañas que ofertan cocteles al estilo de su vecina Montañita: “Mamadita”, “Ponte en cuatro”, “Saltamonte”, “Orgasmo”, “Magia Verde”.

Antes de adentrarse en el mar, aún con los pies firmes en la arena, se puede predecir las condiciones del viaje: agua azul, sin olas o un poco helada, en casos de aguaje. Esta vez estará fría y el sol tardará en llegar.

Subimos a uno de los botes pesqueros que repletan la orilla de la playa, bordeados de cerros. En la primera pisada se siente la tierra, restos de plantas y embarcaciones que salen cada cierto tiempo a pescar o cargadas de turistas de mar.

A solo cinco millas de la orilla, después de un viaje a motor en bote, el agua suena de otro modo, cerca de los arrecifes, donde las olas no caen para morir.

La tierra parece desmembrarse todo el tiempo, como si estuviera en construcción y deconstrucción.

Allí, frente a un islote al que llaman el Pelado detenemos el bote. Juan, un comunero y el capitán de esta embarcación, sabe exactamente dónde está el barco hundido.

La lancha se mueve con la fuerza de las olas del aguaje y su motor encendido hasta encontrar el punto exacto para iniciar la excursión marítima.

Son las nueve de la mañana. Los instructores de este viaje por el fondo del mar son Juan Roldán y Roberto García, miembros fundadores de Apnea Guayaquil, una escuela de buceo a pulmón. Sí, esta es una de las pocas veces que los ocho alumnos que nos sumergiremos no llevamos tanques. Aprenderemos a respirar para hacerlo.

Los instructores empiezan a calentar con los nuevos apneístas antes de iniciar la incursión. Inhalamos por cuatro segundos, exhalamos por ocho. Luego retenemos el impulso de respirar por treinta segundos. Repetimos el ejercicio tres veces hasta que empezamos a bajar al mar para practicar la inmersión debajo del agua, pegados a una soga.

El grupo se divide. Cada instructor espera a sus alumnos en una boya. Allí le da las indicaciones a cada uno para bajar, con máscara de buzo y aletas, además del traje de neopreno. Luego del ejercicio todos descansan en un cuadrante blanco.

Los alumnos repiten la estrategia. Respirar fuera del agua significa bajar las pulsaciones para retener el impulso de respirar una vez que se está dentro del mar, con la calma que solo tienen los peces. Algunos pueden bajar más de 10 metros sobre la superficie en su primera incursión, otros hacen mucho más.

Después de los primeros 10 metros la atmósfera del mar cambia. La presión de la atmósfera en la superficie se suma a la presión del agua que aumenta a medida que se desciende. El agua se vuelve más helada y todo se pone oscuro en medio de un silencio único. Al primer intento la idea de bajar sin saber exactamente hacia dónde podría asustar a cualquiera. Algunos no se dejan y siguen.

Rick, un inglés que reside actualmente en Galápagos porque es instructor de natación para gente que quiere recorrer el mar de isla a isla, ha tomado clases con Alexey Molchanov. Se trata del apneísta que ha llegado a más profundidad bajo el mar. Superó los 129 metros bajo la superficie.

Rick nunca ha estado en esta playa y quiere intentar bajar sin aletas. Lo hace en estilo pecho, abre y cierra sus brazos y sus piernas lentamente, como si fuera un cangrejo. Lo acompaña una pinza en la nariz para retener el impulso de respirar.

Raúl ha recorrido 86 países del mundo. Aprendió una técnica de buceo a pulmón en Colombia. Cuando se sumerge usa sus piernas suavemente para romper la fuerza del agua, después de los 10 metros va más lento, se deja caer con su propio peso y la ayuda de un cinturón con ocho libras más. Su cuerpo se desliza bajo el agua hasta llegar a los 20 metros.

Siempre hay que mantener la calma porque ahora enfrenta otra atmósfera.

Carlos padre y Carlos hijo se han acostumbrado a bajar al océano con tanques de oxígeno. El primero está demasiado tenso como para bajar. Pero en su insistencia logra pasar los 14 metros. Su vástago llega a los 22.

“Es demasiado increíble”, dice en su primera respiración fuera del mar.

Ya todos sabemos cómo hacerlo, cómo bajar a la profundidad sin la necesidad de tanques de oxígeno, solo con el que puede acumular el cuerpo. Entonces buscamos el barco hundido.

En marzo de 2013 el Ministerio de Ambiente hundió la lancha Ringel, una embarcación de la Armada del Ecuador de 12 metros de largo. La idea era incrementar el atractivo submarino de la reserva. Está a trece metros bajo la superficie.

De acuerdo a Juan, uno de los instructores, para entrar al barco en apnea se necesita una preparación previa de mínimo tres minutos de respiración, y tener la capacidad y facilidad de bajar 18 metros. “Los primeros 10 metros debes relajarte, romper la flotabilidad, luego empiezas a patear y caer suavemente. Hasta que finalmente encuentras el barco”, dice Roldán.

En su incursión intenta recorrer la proa. Entra por una cabina hasta encontrar el espacio del capitán.

No hay volante pero sí una silla rodeada de peces amarillos con rasgos celestes. Por la ventana se escapa una medusa; en su transparencia es posible contrastarla con el color azul del océano y ver cómo su cuerpo redondo se abre y se cierra para avanzar en el mar.

Para Roldán lo más increíble del barco es la cabina de mando, “es como si te metieras en una nave espacial. Cuando estás adentro la curiosidad es grande y te dan ganas de explorar todos los rincones del barco, pero las contracciones —estímulos que manda el cerebro cuando ya tu cuerpo necesita respirar— empiezan a aparecer y tienes que relajarte otro poco más para buscar la salida”.

Se puede volver a la superficie por esta cabina o por la proa, a la que se llega por un rincón estrecho. Juan sale del barco y patea hacia arriba. Ve cómo este se hace chiquito de lejos y siente cómo se acerca la luz a su cuerpo.

En unos segundos más empieza a respirar de nuevo para intentar una nueva inmersión.

Roberto procura relajarse  en su recorrido por el barco. Cree que este encuentro bajo el mar es maravilloso.

A este arrecife llegan cientos de peces y sienten que él es uno más. No se alejan tanto como lo harían si él tuviera en su espalda un tanque de oxígeno. En apnea la gente puede confundirse con un ser marino. No son invasores.

El Cristo que está mar adentro, en Ayangue, fue una donación de un hombre que aprendió a bucear en estas aguas.

En 2011, Diego Arango Osorio llevó junto con quince buzos una escultura de Jesús, el profeta, al fondo del mar. Lo clavaron en la arena con una placa conmemorativa.

Con el tiempo la figura que recrea al salvador cristiano se llena de algas marinas y su pintura blanca queda opacada de la vista desde la superficie. Aun así, cada vez hay más personas en busca del Cristo de las aguas.

La escultura está a tan solo ocho metros y más cerca de los arrecifes que bordean al Pelado. Cerca de esta pueden encontrarse lobos marinos, peces y hasta recorrer pequeñas cuevas del lugar. En 2017 volvió a tierra firme para someterse a una restauración, pues algunas de sus partes estaban quebradas.

El mar de hoy no es tan claro como en otras temporadas. El sol arroja solo su resplandor y el agua está fría, pero estar entre peces, encontrar una medusa, una estrella o un pepino de mar es sentirse un explorador del océano.

Después de dos horas intentado recorrer las profundidades de estas aguas volvemos al bote, rendidos de lidiar con el control de nuestro cuerpo y el aire que necesita para convertirse en un pez pensador. (I)

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