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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Un mito de Esmeraldas

21 de mayo de 2016 - 00:00

Después de una tragedia, parecería que las voces de los abuelos nos recuerdan dónde están nuestros orígenes. Hay que sentarse en torno a la hoguera, dejar a un lado el ruido del mundo y escuchar atentamente esos saberes que, para el caso de Esmeraldas, hablan de décimas y marimbas.

Al igual que Manabí, con sus duendes que caminan con los pies al revés, para despistar a sus perseguidores, en la ‘Provincia Verde’ también hay duendes con un nombre curioso: Riviel, que va en una canoa. Está también la famosa Tunda, que se lleva a los niños. Estos relatos orales permiten, a lo largo de los tiempos, que una sociedad se cohesione, porque se pregunta sobre su devenir y sus sueños.

La mitología es la otra historia. No la que habla de batallas ni héroes, sino la que apela a responder las preguntas clave de la condición humana que no es otra cosa que la vida y la muerte. Desde la profunda sabiduría de los abuelos de estas tierras generosas sobrevive esa memoria que ha pasado a lo largo de generaciones. Esa historia también se ha salvado de los escombros. Aquí, una de sus leyendas conocidas como la Piedra de Eufrasia.

Hace tiempo Eufrasia había olvidado las décimas que hablaban de amores contrariados. Era la época de buscar sustento para ella y también para su hijo, así que acudió, como muchos, a lavar oro a orillas del río.

Se internaron por la espesura de Playa de Oro y cuando a los varios días salieron, su pequeño tenía fiebre. Esa noche la situación empeoró. No bastaron los cuidados ni los ungüentos que le prodigaron en el pueblo. Al poco tiempo murió.

Eufrasia trató de  recordar una décima: “La muerte es para todos / de ella no hay separación / ella no halla personas / sino el que manda el Señor”.

Eran los cantos de su pueblo que decían: “Mata padre, mata obispo  / mata al que tiene corona  / mata a los santos ministros  /  y al Papa Santo de Roma”.

Pero la mujer no hallaba consuelo. Entonces llegaron las cantoras para el ritual de los ‘alabaos’, propios de los velatorios.

“Qué triste que está la casa  / y el puesto donde dormía / los gallos que menudeaban  / y yo que me despedía”.

Al día siguiente era el entierro. Todos se dirigían con tristeza hacia el camposanto. Sin embargo,  Eufrasia se detuvo fuera de sí. Levantó los brazos y exclamó al cielo: ¡Como era tuyo, te lo llevaste!

Tras su quejido se produjo un temblor de tierra. Los árboles se movían airosos, los pájaros aleteaban sin rumbo, el río levantaba sus aguas, los animales del monte huían despavoridos y la gente se abrazaba. El temblor no duró mucho. Después prosiguieron hasta el mínimo cementerio y encontraron abierta la sepultura. Allí depositaron el cuerpo del niño.

Cuando al poco tiempo los hombres y mujeres salieron a sus labores encontraron que el río había cambiado de cauce. En donde antes se encontraban unos platanales estaba una enorme piedra llegada desde el monte. Todos estuvieron de acuerdo en llamarla la Piedra de Eufrasia. La roca es enorme y aunque algunos han intentado subir a la cima no han podido. Las abuelas dicen que allí fue colocada por quien manda a la muerte, que no distingue ni el rostro. (O)

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