La primera vez que pensé con claridad el término fascismo-progresista en el cine fue ante la película Crash, vencedora de los Oscar 2004. En una secuencia memorable, un policía racista y machista (Matt Dillon) arriesga su vida intentando rescatar de un incendio a una pareja afro a la que escenas atrás agredió y maltrató por el crimen de ser negros guapos y con plata.
Atrapada en su vehículo hecho trizas, Thandie Newton llora al descubrir la identidad de su posible salvador, y se debate por estrechar o no su mano y salir con vida, lo que por supuesto termina sucediendo.
En el llamado cine comercial, en realidad el más político de los cines, el suspense consiste fundamentalmente en representar, mediante su dilatación, la inexorabilidad de los acontecimientos que afianzan y naturalizan las reglas del statu quo.
La trama, ética, fe e ideología de esa secuencia resuena en la muy superior Tres anuncios en las afueras, superior no solo por su indudable calidad cinematográfica, sino también superior en cuanto a su fascismo progresista, mucho más complejo y discutible, y por ello perturbador.
En Tres anuncios... el emblemático fuego infernal -el mismo del conmovedor y manipulador clímax de Toy Story 3- también enmarca la posible toma de consciencia de un racista enfrentado, en este caso, a una de las suyas: una red neck que clama justicia. El matiz es que acá la opción de la diferencia es un mandato emocional, a través de una carta póstuma del jefe y padre simbólico que, desde la eternidad de la voz en off, le revela al micro facha y a nosotros y nosotras la clave para ser un buen policía: escuchar al propio corazón.
Nada más lejano a mis intereses que defender la inmutabilidad del mundo, y denostar la posibilidad del cambio de un individuo, pero entiendo que el relato cristiano de la redención no alza a satisfacer el interrogante de qué significaría e implicaría dicho cambio y, sobre todo en qué condiciones sociales y dramatúrgicas podrían estos cambios producirse. (O)
