Tras el triunfo de Lenín Moreno en la consulta, cada vez es más claro que, reelección vitalicia aparte, sus preguntas fueron más lámpara que salidas al laberinto institucional parido durante los 10 años de culto al patriarcado de su propio movimiento.
¿Tiene sentido repensar dichas preguntas, apenas cosechada la victoria del SÍ? Por supuesto, tanto como el seguir dándole vueltas a las inconsecuencias e inconsistencias del proceso constituyente de Montecristi, en solfa por sus principales promotores.
La explotación del Yasuní no debía “reducirse”, sino suspenderse por completo.
La definición de áreas protegidas, zonas intangibles y centros urbanos en la prohibición de la minería deja abierta una vuelta de tuerca al extractivismo.
La muerte pública por corrupción no solo es problemática en un contexto de persecución y venganza política, sino sobre todo porque atenta, aunque sea impopular decirlo, contra derechos humanos y principios jurídicos inalienables.
En cuanto a la imprescriptibilidad criminal de los abusos sexuales contra menores, ¿realmente hacía falta preguntarlo? ¿O fue un gancho tipo avena quaker incluida en el corte de pelo?
La Ley y el concepto mismo de plusvalía fueron los mayores subterfugios del correísmo y sus oposiciones.
Y la gran pregunta sobre el Consejo de Participación Ciudadana no solo enmarañó el debate de la pertinencia de su existencia, sustituyéndola por el viejo mecanismo del quítate tú para ponerme yo, sino que encarnó la atrofia misma de la participación como práctica y sistema.
Seguir argumentando que las mentadas preguntas nacieron de un consenso nacional obedece a una lógica similar a la de un padre o una madre que disfraza de acuerdos lo que en realidad son sus designios.
En una caricatura de Quino una acción de ese tipo resulta cómica y deprimente a la vez. Imaginen el desasosiego de su acontecimiento en la realidad. Imagínennos a millones de electores votando que SÍ a sabiendas de su simulacro. (O)
