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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

Todos (decimos que) somos Charlie Hebdo

09 de enero de 2015 - 00:00

Todos decimos ser Charlie Hebdo. El rey posa desnudo y la sátira es el espejo. No siempre se dará cuenta, pero algún momento se sentirá ofendido por su propia estupidez. Romperá el espejo, solo para que su imagen se multiplique en los mil pedazos que quedan. Es la crítica: no es inherentemente buena o mala, correcta o incorrecta, perfecta o imperfecta, santa o blasfemia. Es lo que logramos ver de nosotros en ella.

Porque los reyes que se reflejan son nuestros propios demonios: son nuestros gobernantes, pero somos también nosotros, embebidos de nuestra ‘normalidad’, de nuestras creencias que son perfectas o no lo son.

Entonces somos partícipes de una realidad en que ‘el otro’ es distante y descartable. Es un ente deshumanizado, cuya vida es esencialmente irrelevante. Lo que critica, desde donde critique, esa idea que nace de ‘lo otro’ no puede escapar de nuestra propia zona de confort. Escandalizar es el pecado capital. Inflamar es el pecado capital. Profanar es el pecado capital. Torquemada, al final del día, sigue esencialmente vivo.

Es la religiosidad, ese híbrido de política y extremismo, que ha definido los límites de lo que estamos dispuestos a aguantar antes de que morir por nuestra creencia se convierte en matar por ella. La censura de aquellas expresiones que nos ofenden por verdaderas. La censura de aquello que nos ofende porque está hecho para ofender. La censura de aquello que es irrespetuoso porque desnuda su estupidez. La censura de aquellos que transgreden lo que se cree intocable, santo. La censura de aquello que hace sonrojar.

Es una censura que trasciende el poder estatal. Porque en su origen también es un censura que marginaliza. Y aquellos a quienes marginaliza son los transgresores cuando se ríen de la simpleza que se encarna como normalidad desde el statu quo. La risa no comienza con la sátira, la risa comienza cuando no somos capaces de entenderla. Cuando nuestras susceptibilidades superan nuestra capacidad de reírnos de nosotros mismos. Es la génesis de una violencia que se traduce en un estilo de vida.

Nuestra libertad de expresión, que es, fundamentalmente, nuestra capacidad de reírnos de la autoridad, se transforma en nuestra condena. Una condena que no siempre derrama sangre, pero que siempre termina por encarcelar nuestras ideas -que no mueren por estar encarceladas- o cuando asesinan a gente inocente.

Pero, como lo dijo Joe Randazzo, exdirector de The Onion, “pueden ser empujadas al suicidio”. Y esta violencia no representa a esa idea espiritual, o política, o idiosincrática, sino que se representa a ella misma. Es el credo, que se convierte en la definición, injusta, de toda una sociedad, muchas veces crítica, pero silenciada.

Al final del día la sátira es efectiva. Desnuda tan abiertamente a la verdad, que la respuesta es la cobardía de la violencia. Y, sin que nos demos cuenta, empuja, de a poco, los límites de la sociedad, mostrando hacia el precipicio al que nos estamos dirigiendo.                 

No, todavía no he dejado de hablar de un pueblo llamado Ecuador. Pero todos decimos ser Charlie Hebdo.

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