El Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) es uno de los grandes logros de la OEA en sus 70 años de vida: los Estados americanos se han autoimpuesto la obligación de respetar los derechos de sus habitantes; mas, como el poder político tiene tendencia a los excesos, también han creado unos mecanismos de vigilancia, juzgamiento y reparación de toda vulneración de esos derechos. En este esquema es premisa ineludible un funcionamiento eficaz y apegado a derecho de la Comisión y de la Corte Interamericanas de Derechos Humanos.
En los hechos, empero, estas organizaciones son tan falibles como cualquier otro intento humano. Lo acabamos de comprobar cuando la CIDH, utilizando su propio procedimiento a conveniencia, ha pedido a la Corte adoptar medidas provisionales contra el Estado ecuatoriano para suspender los efectos de la pregunta 3 de la consulta popular del domingo pasado, con fundamento en la solicitud de tres vocales del CPCCS que sostienen que sus derechos serán vulnerados por el resultado categórico en las urnas a favor de esa cuestión.
Más que en haber realizado un equivocado juicio sobre si de verdad procedían las medidas provisionales o haber adelantado criterio respecto de asuntos de fondo (al fin y al cabo, los comisionados no son infalibles), la falla está en que la burda manipulación del procedimiento parece evidenciar un designio político, ajeno a las consideraciones exclusivamente jurídicas que debían primar.
Afortunadamente, el SIDH ha funcionado bien, pues la Corte ha negado de plano el pedido de la CIDH y desestimado las medidas provisionales. Es más, la Corte ha dado un tirón de orejas a la CIDH por adentrarse en temas del fondo del caso, en lugar de verificar solo que las supuestas violaciones sean urgentes, graves e irremediables (requisitos para la adopción de las medidas) y por jugar con los plazos para que fuera la Corte la que deba resolver sobre las medidas después de celebrada la consulta, cuando la misma CIDH hubiera podido hacerlo mucho antes. (O)