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El Telégrafo

Sobre las corridas de toros

10 de diciembre de 2015 - 00:00

Emito mi comentario con relación al artículo publicado por este diario el 6 de diciembre de 2015, denominado ‘En las corridas, un toro sufre tanto estrés que anula su capacidad de defensa’. En primer lugar, el artículo resume las presunciones propias del taurófobo que imagina -por lo tanto, no ha presenciado- una corrida de toros.

Representa al toro como sujeto pasivo de un acto miserable, sobre el que recae la acción de sádicos sujetos activos que lo torturan hasta su muerte. Nada más alejado a la realidad de un espectáculo en donde la vida y la muerte forman una unidad dialéctica inseparable, en la que el toro constituye nuestra razón de ser, nuestro verbo rector, sujeto activo de una contienda en la que embiste, ataca y se defiende de manera permanente, frente al torero que pone en juego su propia vida en similares dimensiones.

El subjetivo imaginario del taurófobo evoluciona rápidamente de creencia personal a verdad absoluta; se nutre de toda clase de presupuestos calificados hasta de ‘científicos’, que repetidos hasta el cansancio alimentan su propio prejuicio y ponen al descubierto su único ‘argumento’: su sensibilidad, respetable por cierto, ante la naturaleza del espectáculo.

En esa línea ‘científica’, se pretende endilgar al aficionado –incluso– afecciones o patologías de orden psiquiátrico y psicológico: tan reprochable proceder pone al descubierto la evolución de su taurofobia hacia la intolerancia, raíz de la violencia de la que el colectivo taurino es víctima constante, a vista y paciencia de la autoridad pública. Me ha llamado la atención la paladina afirmación de que la Unesco habría condenado abiertamente la práctica de la tauromaquia. Esto es falso, no existe pronunciamiento oficial alguno de la Unesco en este sentido, el redactor debería investigar más y mejor. De hecho, a través de la Asociación Internacional de Tauromaquia (AIT) se ha planteado como objetivo para el próximo año la inclusión de la fiesta brava dentro del listado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (PCI), meta de largo aliento que requiere como paso previo, entre otros, la declaración de la tauromaquia como PCI en las legislaciones nacionales de los países que promuevan tal solicitud, tal y como ocurrió en España, en septiembre de este año.

No es exacto indicar que la fiesta brava a la usanza española llegó a Ecuador en las primeras décadas del siglo XX, y que esta se constituyó en una práctica elitista.

Más allá de la odiosa adjetivación con la que se pretende infundir en el lector prejuicios de clase, las referencias históricas sobre la realización de los primeros espectáculos taurinos en Quito se ubican en 1573, es decir, 39 años después de la fundación, y existen noticias de que en 1549 se realizaron corridas de toros en Quito con motivo de las celebraciones de la Pascua.

En todo caso, en julio de 1898 se llevó a cabo en Quito la primera corrida a la usanza española, con toros de la ganadería Pedregal, lidiados con la participación de los diestros españoles Manuel Pomares y Manuel Vera.

Bajo estos centenarios antecedentes, la negación del arraigo popular de la fiesta brava en los quiteños constituye -por lo menos- un tremendo desacierto, que responde al artificial ancestralismo propugnado desde posiciones neopopulistas que desprecian deliberadamente nuestro histórico mestizaje, y que contrasta con el éxito de asistencia alcanzado durante los festejos organizados en la plaza Belmonte, de lo que curiosamente nada se refiere en el artículo que se comenta.

Álvaro Lara Dillon

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