Imaginemos que el migrante salvadoreño no murió junto a su hija cuando cruzaba el Río Bravo en la frontera de México con Estados Unidos. La repatriación de los fallecidos le cuesta a El Salvador más o menos 7.000 dólares, además de la ayuda económica que se daría a la familia de luto.
Imaginemos que los Estados que abandonan a sus ciudadanos, los que tienen hambre, los de sueños forzados para ¿alcanzar qué cosa en los Estados Unidos?, mejor se dedican a salvarlos con préstamos, a incentivar el mismo progreso entre sus habitantes y no esperar a que mueran para recién desembolsar. El sostén que el Estado brinde, no debe estar separado de un discurso alentador, pero no uno populista. Aunque sabemos lo inservible que resulta hablar de esperanza cuando nos roban todo o lo que sería la misma canallada: no hacer nada frente a los problemas sociales.
Si el Estado permite que mafias, tráfico de personas, narcotráfico, etc. funcionen en su sistema social, no es por casualidad. Hemos visto hasta en películas cómo se introdujeron, desde siempre, los tentáculos de lo criminal en sistemas estatales para poder operar.
Sin embargo, no se trata de elaborar la imagen de un Estado sobreprotector, sino uno que se organice en función de las garantías ciudadanas. En este caso pensemos en el Estado ecuatoriano que hoy garantiza el derecho civil del matrimonio a todos sus ciudadanos, sin discriminación. Hablando, aún del matrimonio igualitario, sabemos cuán orgullosos pueden sentirse quienes acceden a un derecho que ya no es privilegio de una mayoría mezquina y dogmática.
Ecuador estaba en la mira mundial con este alcance en derechos civiles, retroceder –como desean ciertos grupos retardatarios y algunos leguleyos de harapos mentales–, nos dejaría en vergüenza internacional; sería perder por goleada 4 a 0 ante Uruguay.
Imaginemos que nos avergonzamos más cómo actuamos mal como sociedad y restemos tanta preocupación a algo sin ninguna importancia práctica, como lo es nuestro fútbol mediocre. (O)
