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El Telégrafo
Roberto Follari (*)

Quinientos años de soledad

25 de abril de 2014 - 00:00

Algunos dicen que Gabo presentaba una noción pintoresquista sobre nosotros; una Latinoamérica ‘for export’. Que Macondo es Mc Ondo. Que tras la magia se oculta el sufrimiento. Que en vez de Remedios la Bella, están millones de mujeres dolidas que perdieron toda belleza en el trabajar, sufrir y parir muchos hijos. Que ese ‘real maravilloso’ es una versión idealizada de la América ingenua, pobretona y feliz que muestran los filmes estadounidenses, donde para trabajar y prosperar hay que estar en el Norte, y a la hora del turismo, la fiesta y la diversión, cruzar del Río Bravo hacia el Sur.

Es cierto; algún estereotipo imperial pudo colarse en la escritura del colombiano; sobre todo porque tales estereotipos no son simples falsificaciones, sino más bien unilateralidades en el punto de vista. Pero también es cierto que la escritura no copia la realidad: produce un universo simbólico parcialmente independiente de la misma. Permite esa ‘invención de la tradición’ de que hablara Hobsbawm. También de historias fabuladas vivimos, porque es real que existen las fábulas: forman parte de nuestro universo cultural.

La desmesura del universo de Gabo choca con nuestras miserias, pero no las niega. Y expone otra cara de lo que los latinoamericanos vivimos como continente: la anchura monumental de los ríos, la inconmensurabilidad de las selvas, la altura imponente de las cordilleras, el insondable olvido desde las borracheras, esas que presagian la hora de la justicia: “el patrón tiene miedo de que se machen con vino los mineros”, dice una copla de Dávalos, recordado poeta del norte argentino.

Por ello Gabo no reflejó el subcontinente, sino que de alguna manera contribuyó a producirlo. Fue un artífice de nuestra identidad y enriqueció nuestra imaginación, vertiendo en ella la potencia mágica de aquello que a veces no cabe en la espesura pálida de la realidad.

Mucho le debemos, entonces. En los quinientos años de repetida desesperanza de pueblos que fueron devastados por la explotación, la capacidad para el soñar, el imaginar, el fabular, el narrar, ha sido decisiva para esquivar el sufrimiento. Y es esa capacidad la que avivó, desarrolló, llevó a su excelsitud y máximo esplendor la pluma pródiga del hijo destacado de Aracataca.

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