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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz - cmurilloruiz@yahoo.es

Populismo gringo

28 de marzo de 2016 - 00:00

Cuando el modo en que se exhiben noticias significativas está cargado de pequeñas o grandes dosis de espectacularidad, pareciera que lo de fondo perdiera densidad y que la propensión a banalizar los hechos ganara terreno. La visita de Barack Obama a dos países latinoamericanos deja el sabor de que el primer presidente negro de los Estados Unidos sufre del mismo ¿mal? que los pudorosos de nuestros lares recriminan en otros dirigentes políticos: el populismo a tiempo completo. Claro que cuando el personaje tiene talla primer mundo, la aparente lacra de un estilo de hacer política se convierte en simpatía, seducción, soltura, carisma, o, para ser fieles a las gratas impresiones del éxtasis colectivo, diremos que Obama posee el valor democrático más virtuoso: la finura populista.

Las visitas a Cuba y Argentina, sin embargo, muestran que EE.UU., en determinados contextos y de acuerdo a su necesidad histórica de tutelar sus frentes y fuentes de poder mundial, requiere de figuras que encarnen el sueño americano contemporáneo y relativicen la conversión, siempre violenta en lo material y en lo simbólico, de decir qué es bueno –en estos casos- para Cuba o para Argentina.

En un período crucial para América Latina, estos dos países le brindan una rara facilidad a Obama: increpar o halagar sus respectivas apuestas políticas. Sobre todo porque para él es inaplazable desnaturalizar la tendencia progresista de buena parte de los gobiernos no incondicionalmente aliados suyos. Sí, desnaturalizar, porque el retorno de la política –de la izquierda con voluntad de poder- no quiere dejar de luchar ni de pensar (en) la razón social de la gente.

Cuba y Argentina hoy, según la interpretación del Norte, reingresan al mercado. Más claro: vuelven a la certeza de que la única salida para no quedarse en el museo idealista es adaptarse al viejo/nuevo orden económico global.

El orden se llama república liberal, ni tan viejo ni tan nuevo, es decir, la permanencia de un proyecto/sistema que subsiste algunos siglos gracias a la compulsión ideológica del poder. Porque Obama no dejó -ni por un instante- ya sea dando discursos, participando en un programa humorístico en La Habana o reprochando a Cristina Kirchner, de instruir melifluamente sobre las prerrogativas del capitalismo, ni tanto a sus anfitriones cuanto a las masas absorbidas por unos medios que adoran los actos de sugestión colectiva en cualquiera de sus formatos de espectáculo: una visita del Papa, un concierto de rock en un enclave comunista, una bomba terrorista en el corazón de París (pero no en Irak) o las piruetas de Obama bailando tango. O sea, las bambalinas primero. La simpatía de Obama lo eclipsó todo. Nadie recordó la terrible crisis económica de 2008; ni la nueva categoría del premio nobel de la guerra en Oriente medio; ni la desilusión de que el primer presidente negro estadounidense irradie la misma ideología de los blancos y cobrizos sin memoria.

Rapidito, cuando de EE.UU. se trata, pasamos del tango a la jerga rústica de Trump o a la paranoia de inaugurar, como sea, el postobamismo. Cuando el populismo es gringo, ¿nadie se fastidia? (O)

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