En todo el país hay un inédito exceso de candidatos inscritos para las próximas seccionales. Pequeñas circunscripciones de apenas unos miles de votantes registran decenas de aspirantes, así como las grandes urbes soportarán la campaña de centenares de postulantes dispuestos a reñir en la competencia. Pero esto responde a un libreto sutilmente elaborado.
Todos los fenómenos políticos exitosos tienden a convertirse en oligarquías. Sin muchas luces, eso fue lo que algunos revolucionarios pudieron anticipar sobre el colapso de su década ganada e incorporaron una trampa en la ley para que cada vez más organizaciones políticas cayeran en la tentación de inscribirse y participar en las elecciones. El resultado es uno solo, destruir la democracia.
La premisa es simple: si la revolución ciudadana fue un proyecto que sobreviviría bajo el liderazgo de los nuevos caudillos de la política, entonces era urgente introducir en el sistema de elecciones el menor número de obstáculos posibles para que sus dirigentes compitieran y consiguieran el poder. Entonces, si los nuevos dueños de la democracia se desgastaban por su apasionada defensa a los actos en contra de la administración, por sus actitudes antidemocráticas o por su obsesión con perennizarse en el poder, entonces resultaba apremiante introducir una figura legal que estimulara con dinero público la inscripción de nuevas organizaciones y la masificación de los candidatos, todo para fragmentar el electorado y posibilitar la elección o reelección de algún revolucionario sin tantos votos.
Algunos inscritos ya ganaron sin competir. Con dinero público montarán improvisadas empresas de comunicación electoral, ganarán algo de notoriedad pública e inundarán de demagogia el clima electoral para cobrar el fondo partidario asignado por la ley creada por los tramposos. Y casi siempre, los ganadores no serán los más aptos, más capaces o más idóneos, sino los más populares. Ganarán los caudillos. Gracias revolución. (O)
