En su Crónica Huaorani, monseñor Antonio Labaka cuenta que escuchó, “hondamente impresionado y en medio del profundo silencio de la noche estrellada, la sonora voz de Inihua”, su padre adoptivo, recitando oraciones. Concluye: “Al conseguir grabar esta recitación, tuve el convencimiento de haber logrado rescatar un salmo del antiguo testamento del pueblo huaorani, digno de ser tenido en cuenta como los de David”.
Se puede discrepar con la intención evangelizadora de Labaka, mas es digna de aplauso su empatía con los pueblos nativos de la Amazonía, que lo condujo a tratar de racionar, cuando no detener, la invasión de la industria del petróleo. Su corazón cristiano reconoció como camaradas a esos hombres desnudos, con quienes charlaba y disentía y de quienes aprendió mucho. En 1987, murió alanceado por los tagaeri.
Hace 25 años, indígenas de etnias amazónicas, tras jornadas de marchas extenuantes, lograron la adjudicación de territorio por parte del gobierno socialdemócrata de entonces.
Hoy, en estos días, 60 mujeres provenientes de once nacionalidades del Oriente se movilizaron a Quito con el objetivo de hacer valer la voluntad de sus pueblos y comunidades: que salgan de los territorios las industrias contaminantes, causantes de estragos en la naturaleza y la vida humana. Sus voces y usanzas, su ritmo, nos recuerdan la diferencia, mas, al oírlas cantar y elevar proclamas, al mirarlas amamantando a sus criaturas, sobrecoge un estallido de fraternidad.
Si bien hay respaldos sólidos para su lucha, como acuerdos internacionales derivados de las Naciones Unidas sobre pueblos indígenas, la realidad muestra a las comunidades amazónicas cada vez más vulnerables frente a la minería, la industria petrolera, la violencia y subordinación del Estado.
Monseñor Labaka creía que los nombres de sus padres adoptivos, Inihua y Pahua, se parecían a los de sus padres: Ignacio y Paula. Así ha de ser, que la leche de las mujeres amazónicas nos nutre y da vida. (O)
