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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

La mujer sin equilibrios

06 de agosto de 2018 - 00:00

Ella tenía 30 años y estaba loca por viajar lejos y seguir su intensa exploración vital y un amor que su país, según sus sentires, le negaba a ratos. Había transcurrido su corta vida entre 2 carreras universitarias y 2 hombres. Hombres siempre un tanto mayores, siempre penetrantes y discretos como ella. Siempre infelices sin ella.

Pamela vivía sola desde los 18 y laboraba en cualquier cosa para subsistir y, más que nada, para ocupar un tiempo que le alcanzaba para casi todo: estudiar Arquitectura, luego Medicina, y trabajar, y tener 2 amantes sin ritmos continuos. Los necesitaba. Su voracidad por saber de cada cosa que ocurría en el mundo y en la carne humana la obligaba a mantener unas relaciones amorosas extrañas y hondas, aunque no lo parecieran. No era exactamente una doble vida, pero sí un escape de la frivolidad. Cada uno de sus hombres tenía una virtud: ignorar la existencia del otro. Y ella disfrutaba como si solo hubiera un hombre en su ámbito. El doble y único hombre.

Desde niña había cultivado una vocación de científica; de sus ojos, sus uñas, su pelo, sus pies. Le parecía que en ella se abreviaba el universo. Y era cierto: en un solo ser se almacena el misterio de la vida. A los veinte dibujaba a la perfección y sus trazos moldeaban rostros más que edificios o casas. Esos rostros, decía, son más sólidos que los pilares que sostendrán los cuerpos de esos rostros.

José la quería sin medida pero no estaba dispuesto a volar con ella. Tenía su propio cosmos; aunque ella ocupaba su alma de un modo centrífugo, él sabía que nunca aceptaría vivir sin moverse mucho. Santiago la amaba con recelo. Él deseaba volar; pero ella nunca lo invitaría a hacerlo juntos. Ninguno sabía por qué, siendo ella tan singular y mansa, no dejaba de rasgar su propio equilibrio.

Cuando ella partió y cerró el contacto virtual, José y Santiago resolvieron reunirse una mañana de abril. Pamela, antes de irse, le habló a cada uno del otro. Los pintó de blanco y negro sobre un pliego rosa: fisonomías idénticas.

Cuando lograron verse, frente a frente, supieron que eran hermanos. De sangre, de vientre, de óvulo. Y se olvidaron de ella. Se licuaron. Se metieron otra vez en el sencillo útero. Habían aprendido la lección de la científica, la artista, la mujer sin equilibrios. (O)

 

 

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