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El Telégrafo

Muerte de la ciencia política

22 de junio de 2012 - 00:00

Nada menos. Muerte de la ciencia política, diagnosticó el académico mexicano César Cansino hace unos años. No es una exageración. Desde una visión diferente de la suya, igualmente su sentencia es compartible. Es que un formalismo vacuo hace tiempo se impuso en este espacio disciplinar de lo académico, y llevó a destacar lo insustancial y lo prescindible.

De pronto muchos intelectuales latinoamericanos creyeron que la política nada tiene que ver con la economía, y en un recorte artificial de objeto de análisis pasaron a estudiar la política como si la economía no existiera. Tampoco les importaron los índices sociales (indigencia, pobreza, desocupación, analfabetismo); para ellos, un gobierno que hambrea al 80% de la población pero llama a elecciones periódicas y respeta la independencia de poderes en el Estado es un gobierno democrático y legítimo.

Esta “separación de instancias”, que ya en el siglo XIX algún clásico mostrara como inadmisible -lo político como separado de lo social y lo económico-, se ha venido practicando en una lectura cada vez más alejada de lo que pasa en el subcontinente, cada día más irrelevante para comprender los procesos políticos concretos que aquí ocurren (de más está decir que esta línea de pensamiento no es original de América Latina).

En el reciente Sexto Congreso Latinoamericano de Ciencia Política (realizado en Flacso del 12 al 14 de junio) asomaron otras voces. Por supuesto que hubo muchas del institucionalismo que pretende que los actuales procesos como el de Argentina, el de Bolivia o el del Ecuador “atacan las instituciones”. Pero hubo muchos participantes que pudieron asumir que esos procesos las atacan, porque a menudo tales instituciones son obsoletas; y que en estos procesos políticos se producen otras instituciones. No hay ningún vacío institucional; se trata de establecer si las instituciones nuevas son válidas y si las anteriores eran defendibles. Y en ningún caso de advertir una supuesta e imposible ausencia de lo institucional.

La cierto es que la aparición del tema del neopopulismo, rótulo ya no usado con desprecio; la defensa de los nuevos gobiernos por no escasos participantes, la riqueza teórica del análisis sobre esas experiencias de gobierno, la legitimidad democrática de las mismas y la crítica a los medios de comunicación que se pretenden oposiciones políticas, cobraron fuerza y presencia en la discusión de esos días.

Bienvenida sea, entonces, esta reinserción de la carnalidad de la historia en el análisis de la Ciencia Política. Seguramente ello colaborará a que ya no sea habitual diagnosticar la muerte conceptual de ese necesario espacio de estudio.

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