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El Telégrafo
Ramiro Díez

Historias de la vida y del ajedrez

Muchachita loca, muchachita bruja

Historias de la vida y del ajedrez
06 de marzo de 2014 - 00:00

Los machos humanos somos capaces de lo que sea para demostrar nuestra fuerza. Los niños zulúes, por ejemplo, son admitidos como hombres a partir de los 14 años cuando matan, solos, un león. Muchos mueren, por ser hombres. Y si pensamos en las guerras con millones de combatientes hombres, todo queda claro. No le tenemos miedo a nada. Salvo a las mujeres.

Por eso los machos inventamos leyes y religiones para someterlas. Pero hubo una niña que, aun sometida y victimizada, evidenció todo nuestro miedo. Tenía 14 años, hizo temblar a ejércitos enteros, y se llamaba Juana de Arco.

Es posible que Juana fuera -y no es irrespeto-, una chica loca o simplemente mentirosa. Ambas condiciones pueden ser valiosas en tiempos turbulentos. O fatales. Decía hablar con Dios y a sus 14 años, ante un militar, se ofreció como voluntaria para combatir a los invasores ingleses en Francia. “Esto es una guerra de hombres. Regresa a ordeñar vacas”, le dijo el militar. Y Juana regresó, pero al mismo regimiento, disfrazada de hombre. Después de la primera batalla, tras apalear a los ingleses, reveló su identidad.

Los invasores, que estaban perdidos, hallaron aliados en Francia. La iglesia los apoyó y Juana de Arco, la niña guerrera, fue el objetivo. Como militarmente era invencible, la acusaron de herejía. En medio del fanatismo, aquello era lo peor. Como guerrillera y patriota podía ser defendida. Pero como hereje, era imposible. El resto fue simple: capturada, la pasaron de mano en mano, en compraventa, hasta que llegó a manos de los ingleses. Ellos la entregaron al obispo Cauchón, que la interrogó. Entonces aquella niña combatiente puso en evidencia toda la miseria humana:

¿Por qué te has cortado el pelo y te vistes de hombre?, preguntó el obispo.

Porque vestida de mujer, vuestros hombres me atropellan y me golpean. Pero cuando me visto de hombre tienen miedo, respondió Juana.

Buscando cómo condenarla, ordenó un examen íntimo de la doncella: “Está intacta”, fue el dictamen que dieron los clérigos encargados. “Argucias del demonio”, dijo el obispo.

Cauchón obedeció al invasor inglés y decidió quemar viva a Juana, acusada de hereje, apóstata, idólatra. Casi 500 años más tarde, Juana, la hereje, apóstata, idólatra, fue santificada. Hoy es Santa Juana. Y fue adoptada como símbolo por las fuerzas aliadas durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial.

Cauchón murió, años más tarde, de infarto y sin remordimientos. Su cadáver fue desenterrado por los cerdos y después arrojado a una cloaca. Al final, lo que quedó claro fue lo que escribió el secretario del obispo, el fraile Tressart: “Hemos quemado a una buena persona. Estamos todos perdidos”. Al parecer, no lo dijo por ese momento, sino para siempre.

En ajedrez, también, lo que está hecho es imborrable. Pero la diferencia es que la tragedia en el ajedrez solo dura hasta el inicio de la otra partida.

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