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El Telégrafo
José Javier Villamarín

Motivación y honradez

27 de julio de 2021 - 00:52

El hombre nunca ha dejado de buscar triunfos, de encumbrarse en la victoria o derrumbarse en la derrota. Cuando fracasó fue por la revancha y en su incierto andar por la ruta de la vida permaneció en un constate péndulo de emociones. Pareciera que el propósito de Dios fue que el hombre no se aburriera, que no le falten alicientes para realizarse, y que su yugo, su voluntad, no sea un peso externo que le subyugue y le prive de la libertad, incluso de la libertad de pecar, de equivocarse.

Por eso una de las palabras que más aroma de vida tiene el diccionario es la palabra “incitación”. En su ensayo  “El origen deportivo del Estado”,  explica Ortega y Gasset que sólo en biología tiene sentido este vocablo. La física lo ignora. Cuando la bola de billar choca con otra –dice- transmite a ésta un impulso idéntico al que ella llevaba, por tanto, causa y efecto son sinónimos en física. Pero cuando el ijar del caballo pura sangre es apenas rozado por el aguijón de la espuela, éste da un salto magnífico, generosamente desproporcionado con el impulso de la espuela. Por tanto, la espuela no es causa, sino “incitación” –motivación, acaso-.

El deporte fomenta el cultivo de la excelencia. Es una forma de existir, y existir es un deber.  Jesse Owens, al hablar de los Juegos Olímpicos comentaba que solo se puede alcanzar la victoria para siempre el momento en que cada uno encuentre su propio camino, lo abra y avance valerosamente. Owens dejó poso. No solo derrotó al nazismo, sino que demostró que el vencedor olímpico es heredero de una larga tradición que se remonta al año 776 antes de Cristo, cuando en honor a Zeus se instauran los Juegos Olímpicos, concediendo la Niké al panadero Corebo de Élide o al humilde vendedor de agua ateniense Spiridon Louis,  ganador de la medalla de oro en el maratón de los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna. Pero los sucesos atléticos van más allá del juego. Son “epifanías de la forma” – en línea con Hans Ulrich Gumbrecht: “Elogio de la belleza atlética”- en las que se funden en un solo cuerpo el dominio propio (“areté”), la competencia (“agón”) y el vértigo.

Pero el deporte también es símbolo de honradez. La Carta Olímpica señala que el Olimpismo no solo se propone crear un estilo de vida asentado en la alegría del esfuerzo, sino también en el buen ejemplo y en el “respeto por los principios éticos fundamentales universales.” Precepto rector que nos exige poner los ojos, una vez más, sobre Ortega y Gasset: “La honradez vale más que la elegancia, es un valor superior a ésta. Por esta razón estimamos ambos, pero preferimos a aquél.” (“El tema de nuestro tiempo”).

El triunfo de Richard Carapaz en Tokio tiene los dos ingredientes descritos: el primero: motivación  -deseo y creencia-, y el segundo: honradez  -la capacidad de discernir, o de “saber elegir”, como probablemente lo hubiese entendido Nicómano-. No hay fórmulas mágicas para el éxito ni tampoco para la honestidad, mientras el primero es consecuencia del esfuerzo, el segundo es un compromiso con la verdad. Y ambos, al final del día, dependen de una elección.

 

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