Este término fue acuñado por el intelectual de origen polaco, Zygmunt Bauman; para referirse a la repugnancia a mezclarse con personas diferentes a uno. Se expresa en esfuerzos denodados para mantenerse aislado de, y segregar a aquellos de otra raza, religión, nacionalidad, clase social, estilo de vida, preferencia sexual, oficio, etc.
En muchos países esta condición explica el auge de los movimientos políticos xenófobos, aunque en nuestro país se expresa con más fuerza en la construcción de espacios sociales compartimentalizados, en donde el urbanismo se funda en un conjunto de islotes fortificados, monitoreados, patrullados y estrictamente vigilados.
Detrás de estas nuevas fortalezas medievales, los habitantes se arrinconan a sí mismos en la esperanza de evitar todo contacto con la amenazante presencia del otro.
Esta compulsión parece estar arraigada en la condición existencial de los seres humanos contemporáneos, que reaccionan así ante la inseguridad de un mundo en perpetuo cambio, y ante la imposibilidad de proyectarse en un futuro previsible y controlable.
La psicología social más avanzada ha podido descubrir que ante la amenaza de la muerte o ante el derrumbe de aquellas certezas que dan significado y sentido a la vida, los humanos reaccionamos “cerrando filas” con los que se nos asemejan, y aumentamos rápidamente nuestra hostilidad hacia los diferentes.
La paranoia, el resentimiento y la agresión contra los “otros” parecen ser una reacción inscrita en la naturaleza humana frente a una existencia que no puede ya ofrecer la esperanza de un lugar digno en un mundo dotado de sentido y trascendencia.
Las elites liberales que tanto lamentan estos sentimientos deberían tener en cuenta que la solución a este problema que divide y llena de odio a las sociedades, no pasa por la acción represiva del Estado, ni por las predicas edificantes: es preciso ir a las raíces estructurales del sin sentido que nos arrastra a feroces tribalismos o neo-medievalismos. (O)
