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El Telégrafo
Roberto Follari (*)

Los medios privados censuran

14 de noviembre de 2014 - 00:00

Hablo de Argentina, donde vivo. De cualquier modo, parecidos con otros países no son pura coincidencia. La prensa opositora señala que con un gobierno como el argentino no hay libertad de expresión, si bien pueden decir eso mismo -y atacar incluso con abiertas falsedades- con total tranquilidad de no ser afectados ni antes de la publicación ni luego de verificada la misma. Un dibujo de la Presidenta crucificada, otro teniendo un orgasmo (sí, lo que Ud. lee), una escenificación televisiva de lo que sería su casa con supuestos escondrijos de dinero, entre los miles de ejemplos diariamente a la mano, ratifican esa libertad, incluso libertad para el exceso y la diatriba.

Pero si manifestamos algún grado de acuerdo con las políticas gubernamentales cuando estas son antiestablishment, ninguna libertad nos es otorgada para aparecer en los medios privados, que por lejos son en Argentina los más masivos. Ocurre todo lo contrario: quedamos excluidos de ellos. Basta ‘clickear’ en algún navegador mi apellido y el nombre de los diarios principales de mi provincia -que no son diarios, son cadenas mediáticas que incluyen, además, radios y TV- y resultará obvio que las apariciones se desvanecen poco después de iniciado el gobierno de Néstor Kirchner.

Clara censura, cuya existencia comprueba como evidente quien viva en estas tierras (salvo, claro, los que no quieren ver porque acuerdan con la censura). Alguien dirá “tienen derecho, finalmente son los dueños”. Pero no; no tienen derecho. Un medio de comunicación de propiedad privada es de función pública. Está sometido a esa función, como una escuela de propiedad privada (que no puede enseñar lo que se le ocurra) o una empresa de buses que hace transporte urbano o interurbano. Hay que responder por esa función pública y sus reglas, un medio no es como una camisa o cualquier otro objeto que el dueño puede usar o destruir a su antojo. Se requiere licencia para circular medios gráficos, y también para usar una frecuencia electrónica que es social, y cuyo cuidado está a cargo del Estado.

Hay censura, entonces, en países como Argentina: pero no ejercida por el Estado sino por vía de los medios privados, por la simple prepotencia de su poder. Nadie los votó, nadie les delegó ese poder. Sin embargo, lo ejercen a rajatabla. Y no sirve la difundida creencia de que “los medios del Gobierno yo los pago, en cambio los privados que digan lo que quieran”. Como ya dijimos, se trata de una intervención en la vida pública, de modo que no les cabe nunca “hacer lo que quieran”. Pero pierdan la ingenuidad los que aún la poseen: en nuestros países, la mayoría de los medios privados subsiste gracias a la enorme pauta dineraria que reciben del Estado (la cual se suele justificar como contraprestación a publicidad, pero en algunos casos opera muy independientemente de que ella se dé o no). En Argentina, muy probablemente algunos medios ferozmente opositores reciben más dinero estatal que otros medios más cercanos al Gobierno.

En fin, en todo caso, aquí y en cualquier parte del mundo, la censura es simplemente censura. Es ese el punto decisivo. Y su ejercicio -en este caso, por parte de grandes pulpos mediáticos privados- resulta inadmisible, sin más.

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