Estos doce meses que culminaron el sábado pasado han estado llenos de hechos sustanciales de variada especie, aunque en buena medida fueron funestos, han dejado dolor y angustia por la magnitud de daños a seres humanos y comunidades, a grupos y repúblicas, sumiendo a sus poblaciones en enormes calamidades. La crisis financiera, que agobia al planeta desarrollado y que golpea con dureza a los Estados productores de recursos naturales, aquellos de evidente dependencia de enclave, por su inexorable necesidad de comercialización externa y la pertinaz asimetría entre las commodities y el bien tecnológico, sustentó una realidad vil, que hace que el tejido social del planeta persista en sus carencias, y que las ansias de mejores días para la humanidad sea una esperanza, una entelequia que busca respirar el aire puro de la justicia.
El pensamiento económico de la doctrina neoliberal, que repite hasta la fatiga las bondades de la libertad de empresa, como la fórmula mágica para el porvenir de los pueblos y del fetiche sacramental del mercado como la suprema deidad para el crecimiento, ha tenido en 2016 evidentes fracasos y gravísimos reveses en ejes económicos y políticos en el Occidente judeocristiano. La salida de Inglaterra de la UE y el triunfo de Trump en EE.UU. son actos significativos en relación al comercio mundial, todavía sin consecuencias. Las conflagraciones solventadas en falsos dilemas religiosos son expresión de la confusión, la cólera convulsiva de la ira criminal promovida y financiada por los imperios, donde la codicia de nuevas cruzadas suple con creces a la razón. Entre tanto, en las playas del mar Egeo, miles han muerto huyendo de esa guerra. También en este año murió Fidel, el más grande latinoamericano del siglo XX.
En América Latina el variopinto panorama político social en el año que quedó atrás tuvo aristas de indudable significado en tesis fundamentales, como la integración regional que se busca. El golpe de Estado blando en Brasil mostró la fragilidad institucional democrática del país y la ingenuidad de pactar con enemigos del pueblo, creando así un grave riesgo para la voluntad integradora del continente. En Argentina y México, la situación económica muestra señales de dificultades mayores que pueden generar tensiones de severa envergadura. Y tal vez el proceso integrador latinoamericano puede ubicarse en condiciones de precariedad o disputa aldeana. En estos temas, la constante y sostenida injerencia en asuntos de la gobernabilidad en tierras nuestras, por parte de la mediocracia -al servicio de sus hermanas de raza, las trasnacionales del dinero-, son ejemplo del atroz horizonte creado, antes y ahora por ellos y que continuará.
Ecuador, como la mayoría de las naciones exportadoras de petróleo, en el año que se fue sufrió las graves consecuencias de la terrible volatilidad de los precios de los hidrocarburos, que cayeron en picada, de igual modo la apreciación del dólar, como moneda de intercambio que encareció nuestras exportaciones y nos puso en desventaja ante nuestros vecinos que tienen moneda propia, engendró lo que el presidente Correa llamó la tormenta perfecta. Un terrible terremoto nos arrebató cientos de vidas valiosas y generó la destrucción de miles de casas, de vías de comunicación, escuelas, hospitales y se ensañó en varias provincias, las más afectadas: Manabí y Esmeraldas. Con ello aumentó la problemática económica, pero no nos quitó a los ciudadanos el espíritu solidario, la convicción vencedora para enfrentar las dificultades.
Apoyo y ayuda pronta y oportuna del Gobierno a los afectados. El liderazgo de los primeros mandatarios logró la unidad del conglomerado social; la tragedia tuvo menor incidencia en el ánimo de los damnificados al no sentirse en indefensión. Ocho meses después la reconstrucción sigue, con éxito. Mas el legado de 2016 es sombrío. Pero estamos ciertos de que este año será mejor. (O)
