Entre las instituciones que contribuyen a formar las expectativas y demandas de la población frente al poder público; se hallan las “liturgias” (el priostazgo, es un caso específico de estas).
Estas últimas consisten en un compromiso por medio del cual una persona pudiente se hace cargo, de su propio peculio, de la provisión de algún bien o servicio público. Este sistema fue sobre todo aplicado en los pueblos mediterráneos de la antigüedad, aunque también parece haber equivalentes en la tradición andina.
En las liturgias, el potentado debe cargar (generalmente por un período determinado) con el costo de determinadas prestaciones, a cambio de respetabilidad, lealtad, reputación y poder político. El trato es más o menos el siguiente: a cambio de respaldo y ascendiente social, el rico debe estar dispuesto a arruinarse (en el caso extremo) en aras de la comunidad.
Al beneficiario popular no le interesa de dónde saca el dinero el titular de la liturgia. En su forma ancestral, eran fondos privados; lo cual en sociedades patrimonialistas, donde no existía una clara distinción entre lo público y lo privado, no tenía mayor importancia. Con frecuencia, era esta la forma en que se repartía el botín de guerra, u otras rentas externas que caían bajo el poder de los gobernantes.
Muchas veces las guerras de conquista, la piratería y otras formas de depredación estaban movidas por la necesidad de los titulares de las liturgias de conseguir medios para cumplir cabalmente con su clientela, sobre todo cuando los propios fondos se hacían insuficientes.
Una pregunta que podemos hacernos es en qué medida las expectativas y exigencias de la población ecuatoriana se hallan aún moldeadas por la ética de la liturgia, y hasta qué punto se sigue viendo al Estado y a sus personeros como latentes priostes a quienes se mantiene en los cargos, mientras cumplan su parte del trato, lo cual incluye la obligación de procurar los recursos para la redistribución conspicua. (O)
