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El Telégrafo
Eduardo Jurado

Libre mercado

20 de abril de 2018 - 00:00

Son los incentivos y la preocupación por sus propios intereses lo que empuja a los agricultores, a los vendedores de abarrotes, a los desarrolladores de software y a los fabricantes de computadoras, a innovar y a prosperar. En la Europa medieval, la tierra y lo que producía pertenecía al señor feudal. El siervo y su familia solo podían quedarse con lo necesario para sobrevivir. Si el siervo decidía especializarse en una determinada cosecha, podía obtener más ingresos, pero este dinero se lo quedaba el señor feudal. Por lo tanto, no tenía ningún incentivo para esforzarse y, en consecuencia, no lo hacía. La productividad era muy baja, la economía muy precaria y el siervo muy pobre.

En las economías socialistas, la burocracia determinaba lo que el ciudadano podía hacer. El salario lo fijaba el burócrata y era independiente de la cantidad producida. El asalariado no tenía ningún incentivo para mejorar la productividad, ya que el Estado se quedaba con el producto de cualquier mejora. Como no había incentivo para ser más eficiente, nadie lo era. Al poco tiempo, la productividad en estas economías centralmente planificadas, propia de países comunistas donde el Estado posee o controla la producción, era cuatro veces inferior a la de las economías de libre mercado.

En las economías de libre mercado, los vendedores de abarrotes madrugan, van al mercado mayorista a buscar frutas frescas y las tienen bien presentadas al comenzar el día. Ellos no esperan ninguna orden del Estado que les diga qué deben vender ni a qué hora se tienen que levantar. Tampoco se levantan temprano porque son buenas personas. Se esfuerzan porque si no venden lo que sus clientes quieren, sus ventas caen y sus negocios se arruinan.

En economías de libre mercado, los agricultores, los fabricantes de juguetes, los desarrolladores de software y los productores de computadoras no hacen lo que les dicta el Gobierno ni se inspiran en motivos ideológicos. Ellos hacen lo que quieren sus clientes globales. Si satisfacen la demanda de sus clientes, venderán sus productos y obtendrán beneficios. Una parte de lo que ganen se lo quedarán ellos. Esto les proporcionará incentivos para producir más e innovar. Adam Smith, uno de los mayores exponentes de la economía clásica, escribió en La riqueza de las naciones (1776): “No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses”.

En un sistema económico de libre mercado, en el que predominan los incentivos para emprender e innovar, la productividad será alta, la economía, robusta; y el afanoso, próspero. (O)

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