Cuando los ingleses, en 1740, descubrieron la relación entre sánscrito, griego y latín, nació la idea de la familia lingüística indoeuropea. Esta incluía entre otras las subfamilias india, aria (iraní), eslava, griega, itálica, germánica y celta. Muchos investigadores europeos empezaron a estudiar esas lenguas y se llamaron lingüistas. En el siglo XIX un grupo de lingüistas alemanes, ávidos de dar una historia a su joven país, empezaron a llamar indogermánica a la familia indoeuropea. Esta denominación era incorrecta porque desconocía al resto de subfamilias europeas, la mayoría más antiguas.
Pero el error no quedó ahí. Otros alemanes equipararon lengua con raza, un error más grave y peligroso. Para un observador racional, esa equiparación no tenía sustento. Francia, por ejemplo, habla una lengua latina pero tiene gente con cabello pelirrojo, rubio, castaño y negro. Lo mismo pasa entre el norte y el sur de Italia, así como en España y Portugal. Las lenguas germanas nórdicas las hablan los escandinavos, altos, rubios, de ojos azules físicamente igual a los rusos del norte, que hablan una lengua eslava, o a sus vecinos más cercanos, los finlandeses, que ni siquiera hablan una lengua indoeuropea. Algo similar en aspecto físico ocurre con el neerlandés de Holanda y Bélgica.
En cambio, las otras dos lenguas germánicas principales son habladas por pueblos diversos. El inglés recibió influencia celta, latina, escandinava y francesa, además de una herencia étnica de todo tipo. En Inglaterra confluyó gente de muy diversos rasgos físicos. Lo mismo pasó con el alemán, desde los rubios al norte hasta los castaños al sur, unidos luego a las tribus asiáticas de los hunos que adoptaron su idioma. Sin embargo, contra toda evidencia científica, alrededor de 1900 nació la idea de los alemanes puros, confundiendo idioma con raza. Durante el régimen nazi en Alemania (1932-1945) se decía en son de burla que un ario debe ser esbelto como Goering, alto como Goebbels y rubio como Hitler. (O)