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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

Las carreteras no son Revolución

26 de junio de 2015 - 00:00

Es una simplificación. No son solo las carreteras, aunque reducir la obra del Gobierno a carreteras ha sido una manera en que las críticas al oficialismo han enmarcado todo el gasto público. Pero aun así. Todo lo que enmarca la inversión del Estado, tanto en infraestructura como en procesos e institucionalización, con sus limitaciones y sus denuncias de corrupción, no son Revolución. Revolución, así, con mayúscula. Son, eso sí, revolucionarias. Pero son revolucionarias, también, en el contexto de una respuesta a un modelo neoliberal que buscó reducir la presencia del Estado y que logró hacerlo, en la mayoría de los casos. (Hay que recordar, sin embargo, que el Estado estuvo ahí para salvar a los bancos, algo que, la historia demostró, no pasaría solo en Ecuador.)

Pero el enfoque de los cambios no ha logrado todavía trascender una dinámica del capital. Es decir, no ha logrado crear un cambio en las relaciones de poder basadas en la expropiación de los medios de producción del trabajador por parte del capitalista. Seguimos produciendo trabajadores. Seguimos reproduciendo capitalistas. Lo que han cambiado son las condiciones. Y para muchos, estos cambios no son pocos ni deleznables. Pero no son Revolución. Son una transición hacia un híbrido entre socialdemocracia, industrialización tardía y una economía política que busca la descentralización, pero que no termina de convencerse de ello.

Es decir, todavía desde el Estado se busca generar valor a través de una mejor oferta de trabajo, hacia los mismos capitalistas, más uno nuevo: el propio Estado. Es un modelo legítimo, pero no es el modelo ofrecido. Se sigue gobernando, se sigue decidiendo, sobre la base de un mercado que prioriza los valores del capitalismo (y del capital) por encima de los valores de una sociedad. Los prometidos cambios de la matriz productiva que buscaban acabar con las estructuras del poder y el Estado burgués, o se han quedado cortos o lo han perpetuado. Desde la Revolución Ciudadana se dijo buscar la recuperación del Estado de las manos de los intereses particulares y llevar la matriz productiva primario-exportadora, monopolista y desigual hacia una “matriz equitativa, emancipadora y soberana, generadora de productos con valor agregado”. Suena bien. Suena lejano también.

Y suena lejano porque hay, en términos marxistas, una contradicción interna propia de la lucha de clases contrapuesta a una contradicción intraclasista a la interna del Gobierno (y que sucede en todo Gobierno). También hay una política real, una que no siempre tiene claras demarcaciones ideológicas, y que termina por moldear las actitudes desde el Gobierno que nos han traído a este punto histórico. Es en este momento cuando debemos preguntarnos cuál es el país que queremos. Una pregunta cargada, porque cada clase, cada sector y cada ideal buscará un país distinto.

Sumak Kawsay fue la promesa. La concepción de la buena vida aristotélica llevada a un plano local. Llegar a ella a través de la colaboración y asociación con otros en un empuje colectivo para abolir las barreras de la escasez y las necesidades materiales a partir de donde la verdadera libertad puede comenzar. Ahora es cuando. El momento no durará por siempre. (O)

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