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El Telégrafo
Jaime Galarza Zavala

La tragedia de México

13 de noviembre de 2014 - 00:00

Dijo el poeta: “¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!”. No culpemos a las leyes divinas de las horrendas tragedias que sufre la entrañable nación mexicana; en cambio, sí a la proximidad asfixiante y estranguladora del imperio que ya en el siglo XIX bañó de sangre a este enorme país indígena y latinoamericano, al arrebatarle por la fuerza los territorios de Texas, California, Colorado y otros. Después sostuvo crueles y prolongadas dictaduras, como la de Porfirio Díaz, mientras sus ávidas multinacionales le succionaban el rico petróleo para accionar el creciente poderío industrial de Estados Unidos.

Luego vendría un sinfín de crímenes y acciones intervencionistas para frustrar la Revolución que comandaron Emiliano Zapata y Pancho Villa. La nacionalización del petróleo en 1938 y la reforma agraria ganada con el sacrificio de los campesinos pronto serían desvirtuadas, desde la segunda mitad del siglo veinte hasta nuestros días, dando paso a un nuevo coloniaje implantado hace veinte años con el TLC (tratado de libre comercio), que al permitir el ingreso masivo de maíz norteamericano subsidiado llevó a la ruina y al desempleo al campesinado, con su tradicional maíz impotente ante la invasión del grano arrojado al mercado por los yanquis.

Todo ello  en sociedad con la gran burguesía mexicana, cuya figura emblemática es Carlos Slim, el dueño de Claro, el hombre más rico del mundo (una fortuna de 82 mil millones de dólares). A este panorama se suma la conversión de México en el reinado de las mafias traficantes de drogas, inmigrantes, mujeres y niños, las cuales han sembrado de cementerios clandestinos el país en conjunto. Hoy el continente y la humanidad toda lloran la desaparición y muerte atroz de los 43 normalistas de Ayotzinapa, cuyo crimen consistió en soñar con ser maestros para llevar a las tinieblas del campo la luz del alfabeto. Por eso a Julio César Mondragón, de 22 años, le arrancaron los ojos antes de matarlo.

Nada de esto es nuevo ni debe sorprendernos hablando del país donde un gobierno proyanqui asesinó a mansalva a los estudiantes en el trágico México del 68, en cuyo seno vivimos por aquella época, cuando los granaderos disparaban bazukas antitanques contra un grupo de estudiantes en la escuela de San Isidro, y los gobernantes prepararon fríamente un genocidio y masacraron a la multitud concentrada el 2 de octubre de ese año en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, mientras las tropas bloqueaban todas las esquinas disparando sus ametralladoras y los francotiradores hacían su agosto desde las terrazas de los edificios circundantes.

Todo para que al día siguiente el Gobierno afirmara que solo hubo 28 muertos y 100 heridos, mientras 1.500 familias buscaban a sus hijos en cárceles y hospitales sin encontrarlos nunca. Se los tragó el sistema. Este sistema que entonces estuvo manejado por dos agentes a sueldo de la CIA: el presidente Gustavo Díaz Ordaz y el secretario del Interior, Luis Echeverría, testaferros del imperio, conforme los desnudara Philip Agee, entonces oficial de operaciones de la CIA en México, quien confirma lo que era convicción pública: que la matanza de Tlatelolco tuvo un siniestro objetivo: paralizar las protestas estudiantiles a fin de que el Gobierno pudiera inaugurar los Juegos Olímpicos dos semanas después, como en efecto se hizo, para satisfacción de los grandes negocios capitalistas organizados para la ocasión. En el Comité Olímpico que aprobó la inauguración, pese al pedido de suspenderla vista la matanza, figuraban delegados norteamericanos.

Por fortuna, no todo es oscuridad y llanto en México. Así, por ejemplo, la luz y la esperanza brillan desde el estado de Chiapas, desde cuando fueron encendidas, hace  veinte años, por el Ejército Zapatista de Liberación y el Subcomandante Marcos.

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