En un video de campaña, una activista por el Sí argumentaba, palabras más, palabras menos, que “nada podía ser peor” que lo que hemos acabado de pasar. Extraña aseveración en una nación talentosa para superarse en sus abismos: me encantaría afirmar lo contrario, pero el gobierno de Fabián Alarcón fue peor que el de Abdalá Bucaram; y el de Jamil Mahuad aún peor que el de ellos dos.
Y cuando pensamos que la cooptación, inconsecuencia y división de sectores y líderes sociales e indígenas no podía caer más bajo que en el gobierno de Lucio Gutiérrez, las presidencias de Rafael Correa lograron lo que la larga noche neoliberal nunca pudo hacer: abatir, casi hasta el exterminio, a nuestro ejemplar entramado de resistencia social y disidencia.
En los albores de su aplastante popularidad, toda crítica a Correa fue asociada a la ingenuidad y despropósito de hacerle el juego a la derecha. “Los árboles de la corrupción no te permiten ver el bosque de la revolución”, me dijo un día un examigo, volteando los ojos hacia adentro como si fuera el Maestro, y yo el Pequeño y siempre confundido Saltamontes.
De esos polvos nacieron los lodos de la criminalización de toda denuncia y protesta, en muchos casos hasta el límite de la ignominia y la guerra sucia. El Estado, incluyendo a todos los medios públicos de comunicación, se puso al servicio no solo de ese sicariato político, sino de un relato idílico, infantil y hollywoodense.
Pocas veces como en El otoño del patriarca, de García Márquez; la saga de El Padrino, de Coppola; o El socialismo del siglo XXI, de autores varios, tantos hampones y tiranos fueron tan sublimados.
Esa tendencia a la sublimación, que no es patrimonio de los hermanos Alvarado, hoy denunciados por corrupción, articula la siniestra gramática de algunas de nuestras mejores intenciones. (O)
