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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

La lámpara de Diógenes

31 de enero de 2015 - 00:00

Con la irrupción del vértigo de la comunicación, donde es posible mirar, desde una butaca con palomitas de maíz, al Gran Hermano detallado por George Orwell, pensamos haber llegado al culmen de la civilización. Pero eso trajo el espectáculo y la banalización de la cultura. Algo curioso: en una época donde es posible tener acceso libre a los poemas de Propercio hay más visitas al último selfie de Obama en el funeral de Mandela. Ni qué decir de las redes sociales convertidas en una caricatura de los famosos y sus estrellas de oropel.

El mundo parece más baldío. Y, claro, regresan las mismas preguntas: los orígenes. Tal vez la mejor manera de hacerlo -ante la sobrecarga de información- es desconectarse. Seis personajes -con linterna en mano, como si se tratara de nuevos Diógenes- buscan la verdad por el hecho de buscar, no por encontrarla. Esa es la propuesta del artista Rodrigo Herrera para la obra de danza contemporánea ‘Vacío’, con música de Aki Takahashi y con la participación de Paola Cabrera, Karla Cisneros, Estefanía Puente, Carlos Cortez, Maicol Estacio y Juan Revelo, presentado recientemente en Ibarra en el remodelado teatro Gran Colombia.

Con recursos que nos remiten al teatro, a personajes dantescos como salidos de bestiarios medievales, y una luz perturbadora, los danzarines nos proponen una poética de desolación. Usan máscaras antigás, como si estuvieran a punto de mirar al Armagedón. Es una crítica a un sistema planetario que, como nos recuerda Ernesto Sábato, nos ha convertido en meros engranajes. En partes de una máquina que tritura, donde una novia -y su parafernalia de traje níveo- puede ser la ironía que desnuda lo que somos: títeres que no saben de su condición de servidumbre.

“La puesta está repleta de imágenes poéticas como símbolos poderosos que luchan en una oposición de fuerzas tanto dramatúrgicas como simbólicas, personajes que se desprenden de este colectivo indómito, nos transportan a esa desnudez primigenia, personajes que usan la palabra, pero carecen de voz o que simplemente no son escuchados”, dice Rodrigo Herrera.

Pero esto es posible hacerlo desde esa visión de lo dionisíaco que tiene la danza contemporánea. Esa transgresión, que incluye diálogos punzantes, en contraposición con lo apolíneo de las danzas que siguen un libreto en busca de lo celestial. Porque eso también es el mundo: personajes que se mueven en la incertidumbre de lo urbano. Esas preguntas -en una poderosa acción de movimiento y una técnica nacida de esa certeza que es el teatro experimental- sobre el destino no dejan al espectador indemne. Acaso la mejor manera de reaccionar es cuando una obra nos muestra el espejo de lo que somos.

Porque si algo sucede en el mundo, curiosamente hiperconectado, es que tenemos poco tiempo para preguntarnos sobre las antiguas metáforas: la muerte, el nacimiento, el cambio de las estaciones, el florecimiento o los atardeceres. Un haiku de Kobayashi Issa, del siglo XVIII, lo resume: La lejana montaña / se destaca en los ojos / de la libélula.

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