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El Telégrafo
José Antonio Figueroa

Columnista invitado

La fragilidad de las bibliotecas virtuales

14 de junio de 2016 - 00:00

El país enfrenta ante sí la probabilidad de una de las situaciones  más calamitosas en la construcción de un modelo medianamente decente de educación: quedarse definitivamente sin bibliotecas en las universidades públicas. Esta situación plantea un escenario en el que se continúe y profundice el analfabetismo funcional que caracterizó el sistema de educación tradicional y se eliminen definitivamente las condiciones elementales para la investigación, la docencia y la vinculación con la comunidad.

En varias universidades públicas, en las cuales inveteradamente no se construyeron bibliotecas físicas, la crisis financiera se está convirtiendo en un pretexto para determinar el acceso o no a las bibliotecas virtuales, consideradas hoy el núcleo del conocimiento en cualquier universidad e institución educativa. La suspensión temporal o definitiva de las bases de datos, con el argumento de razones financieras, así como la aprobación a su acceso por criterios eminentemente burocráticos, como la cantidad de usuarios por base, evidencian la posibilidad de que el sistema educativo quede como una pecera sin agua y sin oxígeno, al negar a los miembros de las comunidades académicas el acceso al conocimiento depositado en las bibliotecas virtuales. El país ya experimentó los resultados de la crónica debilidad de las bibliotecas físicas y no puede repetir la misma experiencia con las bibliotecas virtuales, al hacer de este espacio un ejercicio de poder y de toma de decisiones que, bajo los más torcidos argumentos, no quieren reconocer que una institución educativa sin buenas bibliotecas podrá ser cualquier cosa, menos una institución educativa.

Hacer el análisis de por qué las universidades públicas llegaron al calamitoso estado de sus bibliotecas es una obligación ineludible de los estamentos académicos. Y esto debe hacerse no solo para establecer responsabilidades históricas del estado de postración que ha vivido la educación nacional, sino principalmente para ver hasta qué punto hay una real disposición a cambiar estos hábitos. El acceso a una educación de calidad es un derecho garantizado constitucionalmente y las restricciones económicas no pueden ser un pretexto para que se reposicionen los hábitos catastróficos que dominaron la vida universitaria del país: hay universidades públicas en las que los ‘bibliotecarios’ se niegan a recibir donaciones de libros que no están en los syllabus con el pretexto de que no son válidos para la acreditación y, peor aún, muchas universidades públicas todavía no elaboran políticas claras para enriquecer sus repositorios, para lo cual, si bien hay que pensar en la compra, existen otros mecanismos eficientes, como las donaciones y los intercambios.

Es triste ver cómo las distintas instituciones universitarias, así como muchas de las instituciones públicas, han publicado materiales en los últimos años y estos yacen en los depósitos de las propias instituciones, en vez de haber sido puestos en circulación, lo cual evidencia la inexistencia de políticas de producción y circulación del quehacer intelectual del país. Sobre esta base se debe establecer lineamientos para el robustecimiento de las bibliotecas físicas; y también hay que garantizar mecanismos legales y financieros que permitan que las universidades públicas no vivan un estado de fragilidad y zozobra en el acceso a las bases virtuales y que la posibilidad de su cierre no sea una espada de Damocles, como amenaza que nos condena a enviarnos al definitivo oscurantismo. (O)

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