En columnas anteriores se ha buscado respuesta al enigma que resulta de la incapacidad de nuestra sociedad para vivir de acuerdo a las instituciones que ella misma establece en Constituciones, normas y toda suerte de actos legislativos y administrativos.
Sin embargo, es importante hacer una aclaración adicional sobre el significado mismo del término “institucionalidad”. En efecto, hay al menos dos confusiones que oscurecen el debate. En primer término, muchas veces se confunde la vigencia de una institución con el acto normativo que la crea. De tal forma, se tiende a pensar en la institucionalidad como un conjunto de reglas y mandatos legales y como mero resultado de un acto legislativo.
La otra fuente de confusión surge de creer que las instituciones son “organizaciones” u “organismos”. Por ejemplo, se dice que la Contraloría, o la Defensoría Pública son instituciones, cuando en realidad no lo son. Una institución puede no ser un organismo, y con frecuencia las instituciones más fuertes, antiguas y respetadas no lo son, por ejemplo, el parentesco o el matrimonio, que existen y rigen sin necesidad de ser corporaciones burocráticas o entidades administrativas.
En realidad, debe definirse como institución a toda práctica social o política que rige de manera generalmente obligatoria para las partes, que genera expectativas, derechos, obligaciones y conductas normalmente esperadas y que constituye el reino de lo “normal” y de lo exigible. Algo se halla institucionalizado cuando cumple tales características, no cuando toma la forma de un cuerpo administrativo o resulta de un acto legislativo.
La verdadera institucionalidad es aquello que -precisamente- porque se halla firmemente arraigado en las costumbres y hábitos, puede incluso prescindir de la imposición normativa, para sostenerse. Y es por ello que en nuestro país podríamos sostener que hay una enorme brecha entre la institucionalidad real y la jurídica e ideológicamente proclamada. (O)
