Entre las instituciones más arraigadas en nuestro sistema político se encuentra la del “patrimonialismo”. Consiste en tratar lo público como si se tratase de propiedad privada. A veces, se describe esto como una incapacidad para hacer la debida distinción.
En realidad, no hay ninguna confusión: el funcionario o dignatario que lo practica asume que el cargo que ocupa y recursos asociados a él son su pertenencia y que el acto del poder mediante el cual se le concede el nombramiento es en realidad una tradición de derechos propietarios.
Durante la época del absolutismo, esto era abierto y transparente, lo “normal” y lo aceptado. Por ejemplo, en 1763, el general Fernando Bustamante Zevallos “remató” a favor de su hijo, el doctor Tomás Bustamante Montero, el nombramiento como Alguacil Mayor de la ciudad de Quito, por unos 5.300 pesos.
La Audiencia había previamente puesto en subasta el cargo después de haber rechazado las pretensiones de la viuda de Domingo de la Cuesta, el anterior detentor, de incluirlo como parte de los bienes hereditarios de su esposo.
Como se ve, era tan claro que el cargo era visto como patrimonio, que, mientras unos lo adquirían en pública subasta, los otros litigaban para que se reconociera como legado testamentario.
Y, siendo propiedad del detentor, este podía hacer uso patrimonial del puesto, previo cumplimiento de ciertas obligaciones con el Estado, que hoy en día serían definidas como “descripción del cargo”.
Cabe preguntarse si muchas muy difundidas prácticas corruptas de hoy, no son sino la aplicación en un contexto republicano de lo que en su día fue legal, legítimo, habitual y públicamente aceptado.
Sin ir más lejos, las recientes denuncias sobre el cobro de un “peaje” a sus asesores, por parte de ciertos asambleístas, parecerían ser el efecto de la práctica solapadamente “normal” del aprovechamiento privado del cargo o función pública. El patrimonialismo sigue plenamente vigente hoy en día. (O)
