Aparece como outsider, con cara e ideas nuevas y con partido político atractivo. Gana elecciones, para alegría de la mayoría de votantes. Sus primeros años de gobierno son relativamente exitosos, salvo con algunos tropiezos con varios detractores y otros sectores… pero no ha pasado nada. Son traspiés que suelen suceder.
De a poco gana más el cariño del “pueblo”. Se hace religioso, laico, feminista, constitucionalista, provida, proaborto, etc… depende por dónde esté la tendencia.
También se alinea con las “minorías”, aunque sabemos bien que es por conveniencia. Se da en la misma medida que incrementa su aparato de propaganda de gobierno, a partir del cual se va creando una sola versión de las cosas y paulatinamente se inventa a un enemigo perverso que “nos persigue”, “no dice la verdad”, “los corruptos”, “los otros”, “los extraterrestres que nos quieren tumbar”.
De repente, la paranoia inculcada que solapa el victimismo apropiado para cautivar a la masa boba sirve como argumento para perfeccionar ciertos instrumentos de poder que servirán para coartar libertades.
Aquel que comenzó como el más democrático, se tuerce a más autócrata. Se lo observa cuando sus tentáculos se extienden en las demás instituciones estatales, aumentando así gota a gota el autoritarismo que es directamente proporcional al victimismo étnico, de género, de clase, de lo que sea que le calce.
Al principio permanecer en el poder es un artilugio estratégico, en la medida que se tiene el poder comunicacional. Pero eso se agota. Luego se acudirán a otras instancias, por ejemplo, informáticas. Como tener su propio trillón de trolls digitales u otra, como los apagones electorales.
Haberse atado al poder le puso al final bien feo. Nos da como pauta que la vida arraigada al poder, la de mentiras, excesos y pago de favores, darían como resultado un semblante horrendo.
Por último, quebró al país, terminó lleno de juicios, tiene millones de dólares escondidos, está exiliado o perdura como dictador. (O)
