Hay países en donde hablar del Estado de bienestar es como hablar de un mito, porque tienen altos porcentajes de gente pobre y servicios públicos muy deficientes. Ese tipo de Estado de cuño europeo busca lograr mayor redistribución de la riqueza que mejore las condiciones socioeconómicas y de salud poblacional. Para lograrlo debe intervenir en la economía, pero también en la vida social, y proyectarse como benefactor que reduce la desigualdad. Gratuidad y universalidad de los servicios de salud y educación, de alta calidad y accesibles para todos son pilares del Estado de bienestar.
En su libro Ñamérica (2021), Martín Caparrós afirma que en España o Alemania o Francia las clases medias y altas que pagan la mayoría de los impuestos reciben a cambio salud, educación, seguridad, vialidad, y que en países como los latinoamericanos, en cambio, esas clases no usan los servicios que sus impuestos deberían asegurarles; son estados que no ofrecen a sus sostenedores principales nada de eso, porque se supone que su oferta de servicios es lo suficientemente mala como para que ellos se los compren a empresas privadas, y que, en cambio, ese Estado les ofrece la contención de los pobres con subsidios y servicios mínimos, con limosna y represión. Dice una dura verdad.
La Constitución de 2008 habla del Estado del buen vivir, denominación útil para el discurso político, pero insuficiente para transformar la realidad. Si antes no fue posible concretar el Estado de bienestar, menos lo será el del buen vivir. El Estado obtiene ingentes y predecibles recursos económicos para cumplir sus fines mediante impuestos, por esto las reformas tributarias deben servir para erradicar la pobreza y fortalecer los sistemas de salud, educación y otros, y nunca ser mecanismo sofisticado para esquilmar los bolsillos del contribuyente, tampoco para menoscabar derechos, y menos para engordar a los corruptos. Nuestro anhelado Estado de bienestar lo exige.
