En el transcurso de la campaña electoral actual, muchos candidatos han puesto en su plataforma la promesa de políticas destinadas a “recuperar el espacio público”.
En casi la totalidad de los casos, esta oferta consiste en aumentar la seguridad de calles, plazas y barrios frente a la acción de la delincuencia común, la cual es vista como la principal causa de la imposibilidad de utilizar libremente las vías y equipamientos colectivos.
Sin embargo, la libertad de los habitantes para ejercer plenamente su derecho al espacio no se halla solamente (y muchas veces no principalmente) socavada por la acción de criminales “clásicos”.
En muchos casos, se trata de propietarios privados, empresas, comercios o habitantes que nadie imagina como “delincuentes”, quienes usurpan para su propio uso lo que es de propiedad de todos.
Esta usurpación no por “normalizada” es menos sustracción que la del maleante armado, y tampoco deja de ser una forma de violencia que se vale de personas armadas para imponer a la población el despojo de su derecho al uso y a la libre circulación.
A menudo se invoca un supuesto “derecho a la seguridad” para imponer unilateralmente restricciones a la libre circulación en espacios públicos.
Aparte de que no es lícito pretender defender la propia seguridad (o la idea que los ecuatorianos tenemos de ella) a costa de la conculcación de los legítimos derechos de terceros; es fácil imaginar las consecuencias que tendría si todos los habitantes de la urbe o el país reclamaran para sí la misma prerrogativa que los usurpadores reclaman para sí: el resultado sería una ciudad surrealista en donde sería necesario pasar controles privados de seguridad en cada cuadra.
Apoderarse -para cualquier uso o con cualquier pretexto- de lo que es ajeno es una forma de robo, conceptualmente no distinta al que efectúa el asaltante a mano armada. Quién sabe si algún día habrá un candidato que ofrezca combatir todos los impedimentos al acceso ciudadano al uso de sus espacios. (O)
