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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

El nuevo Estado neoliberal

10 de abril de 2015 - 00:00

Al igual que Alejandro Nadal, del diario La Jornada, de México, creo que el neoliberalismo no llama a la reducción del Estado, sino a su transformación. El capital busca en el Estado una agencia capaz y dispuesta a controlar a la ciudadanía que reivindica y legitima al poder oficial. Y no es la represión (o, por lo menos, ya no lo es). Ya no la necesita, la ciudadanía es paulatina y voluntariamente desmovilizada. No desmovilizada como grupo orgánico, sino desmovilizada desde un Estado estructuralmente atado al capital, que ha logrado cooptar a la ciudadanía. Al nuevo Estado neoliberal, el ciudadano lo pide a gritos.

Es el poder infraestructural del Estado. El poder de las élites que les permiten penetrar y coordinar de manera centralizada las actividades de la sociedad civil a partir de su propia infraestructura. El Estado no tiene la necesidad de imponer un modelo. La ciudadanía se vuelve cómplice de un aparato al que se lo apoya y se lo nutre y se lo legitima porque ha sido capaz de volvernos cómplices de su funcionamiento. La complicidad se convierte en permisibilidad. No es indiferencia. Es una atención selectiva de las actividades del Estado.

Se construye un Estado de guerra. Es una guerra donde el enemigo son todos y ninguno. Es una guerra de conceptos, al terrorismo, a las drogas, una noción tan amplia como ambigua. El Estado se moviliza a partir de esta guerra, y moviliza también a la ciudadanía. Es la ciudadanía la que proporciona estos servicios de guerra: son contratistas privados los que están detrás de la NSA en Estados Unidos; es Google dando información al Gobierno; son las universidades recibiendo contratos billonarios para desarrollar software utilizado en Irak; son el otro millar de contratos a compañías privadas para continuar guerreando. Luego está un aparato propagandístico y de marketing que glorifica, justifica y normaliza la guerra, y que termina por arengar a la ciudadanía alrededor de esta guerra.

No solo es la degradación de la vida política a partir de este vínculo con la guerra, es la cooptación de la gran maquinaria guerrerista de la vida cotidiana. El ciudadano se convierte en cómplice del Estado. Los poderes del Estado, atado históricamente a una élite capitalista, no solo organizar espacios económicos alrededor de estos intereses, sino que crean espacios económicos, movilizan factores productivos alrededor de una industria que en su paso destructivo también crea mercados, adaptados a la conveniencia de esas élites.

El capital no busca reducir al Estado, busca, a través del Estado, un mecanismo consensuado de dominación. Un arreglo participativo donde voluntariamente estamos dispuestos a que los intereses ciudadanos sean desvirtuados frente a los intereses corporativos. Es la falacia de la representación, la representación como un robo benevolente de nuestros derechos (y recursos).

El Estado reprime a una ciudadanía que teme. Un Estado que todavía cree en una ciudadanía ansiando la reivindicación de sus derechos. Un Estado que todavía cree en una ciudadanía confrontativa, una ciudadanía veedora, una ciudadanía dirimente.

El nuevo Estado ya no teme a la ciudadanía, no la ha desmovilizado a través de la fuerza o la apatía. El nuevo Estado ha cooptado a la ciudadanía. Somos cada átomo del proceso productivo, cada engranaje de un mercado perverso: somos tanto la oferta como la demanda. (O)

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