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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

El minotauro en su laberinto

28 de mayo de 2016 - 00:00

En el mito, el minotauro —mitad hombre mitad toro— permanece encerrado en su laberinto, construido por Dédalo. ¿Qué piensa en esas largas horas? Espera a su verdugo, Teseo, pero no lo sabe. Está obligado al sacrificio y a pagar culpas de sus ancestros (la terrible condición de los amores de fuego). Con estos elementos, el artista Diego Sierra crea su nueva exposición: Hierro de minotauro, en técnica de tinta china que desdobla, tal es la palabra, estas ancestrales simbologías para contarnos en un lenguaje contemporáneo.

El poema de Borges lo dice: “No habrá nunca una puerta. Estás adentro/ y el alcázar abarca el universo/ y no tiene ni anverso ni reverso/ ni extremo muro ni secreto centro”. En cambio, en ‘La Casa de Asterion’ proclama: “Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales” (El Alep, 1949: http://goo.gl/B47pLZ).

Hay un profundo sentido de esta visión con el laberinto. Tengo a mano el libro El poder mágico de los laberintos, de Sig Lonegren. Pero el laberinto es más que unas hojas impresas, es la posibilidad de perderse y, ojalá, no volver a salir. Ese es el dilema.

Ahora, Diego Sierra, un artista que trabajó en máscaras (para los griegos también significaba la alegría de vivir y no solamente un fantasma), nos devuelve las reminiscencias de los orígenes. Es extraño, los escritores que vivimos en la “periferia” estamos llenos de dragones y de sagas medievales mientras que los de la diáspora, podríamos llamarla así, construyen su orbe de los recuerdos de sus perdidos pueblos. Por eso, este intuitivo artista busca las esculturas de las cornamentas de los toros, de la época minoica, de los primeros que tuvieron al toro como rito. Es curioso, la traducción de vaca en kichwa es huagra huarmi. Y está huagra huasi o la casa del toro.

La obra de Sierra, en esta etapa, tiene una plasticidad de un tercer plano, casi podrían ser esculturas. Están las cosas que siempre le han motivado: la condición humana. Su mérito está en insistir. No hay poeta menor de antología que al cabo de muchos años no nos deje una frase que lo justifique, le comento citando a la biblioteca borgiana. Y, otra vez, volvemos a charlar como si estuviéramos en el centro de Creta.

Tengo un cuento en ese sentido y con el título de Laberinto que lo comparto:

“El último latido parece quedarse en las paredes ásperas del laberinto. Un nuevo esfuerzo, pero el cansancio no parece ganar la partida. A lo lejos, se escucha un mar que es improbable que exista. Desde hace varios días no ha dejado de correr con los ojos asustados y con la certeza de lo que le espera. Tiene sudor en su frente, pero no intenta limpiarse el torso afilado.

El último recoveco aparece. Se detiene. Lo mira con un temor ancestral. Cómo te llamas, le dice al que permanece sentado, con los ojos triunfantes.
Soy Teseo, dice su verdugo”. (O)

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